jueves, 15 de enero de 2009

Autobiografía

Miro una entrevista que le hacen a Moria Casán en la tele y me acuerdo de mi ridiculez infantil, de un momento especial de ella. Yo tenía entre seis y siete años -no sé muy bien- y cada domingo nos reuníamos con la familia en la casa de mi abuela materna, donde también iban mis tíos y primos. Eran jornadas de mesas largas, rico asado y mucha charla. Antes que las mujeres tendieran los manteles sobre los tablones, yo subía a ellos y arremetía con mi personaje favorito: Rita Turdero, la pantera de Mataderos. Es que me llamaba mucho la atención esa mujer inmensa, desbordada de colores y brillos. Para la parentela ya era una costumbre mi actuación, que incluía el exclusivo “¡Chiribí chiribí, uh uh!”.

Nací en Palermo, pero mi vida sólo tiene registro de El Palomar, oeste del Gran Buenos Aires.
Soy la menor de cuatro hermanos. Las chicas ya me dieron tres pequeños demonios, adorables y hermosos. El varón, recién casado, dice que todavía es joven –con 36 años- así que mis viejos además de reclamarle un nieto, lo amenazan con que al menos tenga un varón para no perder el apellido.
Tuve un linda infancia. En una época se me dio por participar en programas de televisión y mi mamá me llevaba orgullosa. Fui al de Balá y dejé mi chupete. Fui al de Patsy a dar un regalo para su árbol de navidad. Y al de Berugo, Anteojito y Antifaz, que fue donde mejor la pasé; era todo mucho más divertido y podía husmear en cualquiera de los recovecos sin que nadie me retara. Fue inolvidable para mi traspasar ese enorme papel que tenía dibujado los anteojos más grandes del mundo.
Me hice de muchos amigos en el barrio y los conservo; armábamos campeonatos de voley y quemado en la calle. Fui buena jugando al tenis, no faltaba nunca a la clase. Hasta que un día me empezó a resultar un deporte aburrido, boludo. Así que abandoné. No tardé mucho en darme cuenta que la boluda era yo.
Tuve mis momentos de locura inocente, por ejemplo cuando un día en plena clase de dibujo me aburrí de pintar con óleo una montaña que parecía eterna y seguí por la nariz de mi profesora Nori. Obviamente fue mi último día ahí, pero no me hice mucho problema; mi hermana Mariana se recibió dos años más tarde y fue mi nueva maestra.
Nunca me gustó que me dijeran lo que tenía que hacer.

De la secundaria guardo un buen recuerdo, más de los profesores que de los compañeros. Supongo que tendría que haber sido más pícara. No me gustaba faltar y cuando lo hacía, al otro día no podía evitar sentirme perdida. Las veces que en grupo decidían no entrar al colegio para deambular, yo prefería irme a casa. Elegía tomar unos mates con mi mamá, que no rezongaba por mi hazaña.
A Bariloche no fui. Visité el lugar después y, por suerte, sin un coordinador que decrete: “Ahora sonrían”, “Ahora vengan” o “Ahora báñense”.
Ya en cuarto año tenía idea de lo que quería estudiar. Un amigo de mi papá tenía un programa en una radio católica y empecé a participar los sábados a la mañana. Me apasionaba estar ahí, ser testigo de ese mundillo tan particular.
En la secundaria también nació mi amor por la música. Fui a los primeros recitales con mi hermano; también íbamos juntos a bailar.
Aunque me encanta reunirme con mi familia, también disfruto mucho de mis momentos de soledad. Me gusta sentir que estoy sola y que tengo total libertad sobre mis actos.
La etapa de facultad se me pasó rápido. Fueron tres años a las corridas, pero felices. Cuando empecé estaba trabajando en Ona Saez de Callao y Santa Fe, así que salía corriendo para Once y de ahí a Morón. Después trabajé en Ciudadela y de nuevo a Capital, pero esta vez a Lavalle y Junín. Ya cuando entré a este trabajo estaba preparando la tesis, que por suerte aprobé y me dio el título de periodista.

También conocí el amor. Siempre agradezco haber encontrado a mi novio. Nos habíamos cruzado varias veces, íbamos a colegios rivales. Hasta que un día fui a ver tocar a un amigo y ahí estaba él, listo para subir al escenario. Así empezó todo y sigue. Aunque mi familia lo considera un santo, lo cierto es que nos aguantamos mutuamente. Él es hincha de River –yo le digo que un defecto lo tiene cualquiera- pero coincidimos en otros gustos; disfrutamos de caminar, ir al cine, mirar fútbol, estar al aire libre, ir a recitales -aunque no compartamos muchos estilos de música-. Tenemos proyectos juntos y eso me hace bien. Amor es la palabra que resume estos once años junto a él, es el término que mejor explica el por qué de tantos sueños en común.
Hoy miro hacia atrás y puedo reconocer que extraño mis tardes de ocio, cuando todavía no sabía ni remotamente lo que significaba la vida y sus responsabilidades. Ahora sólo trato de disfrutar el día a día y de atesorar los principios cultivados ¿Que espero de la vida? Creo que nada imposible: lograr dedicarme de lleno a la profesión que elegí y que tanto me gusta. Tener hijos, no perder la felicidad, poder disfrutar del sol cada mañana. Y saber que mi gente está ahí, incondicionalmente.