viernes, 31 de octubre de 2008

Acero inoxidable

Supongo que mucha gente pasa, en algún punto de su vida, por ese momento en el que apoderarse de algo perteneciente a un ser querido hace que uno lo sienta cerca, lo recuerde y, en algunos casos, se esperance creyendo que esa cosa va a reemplazar a su dueño. Eso es lo que me pasa con el dedal que fue, es y será de mi abuela Agatha.
Yo tenía once años cuando ella murió. Una semana antes a la hora de la siesta se descompuso y la internaron. Recuerdo que esa tarde la ambulancia vino enseguida y que mi mamá me dejó con mis hermanos mayores mientras me repetía que no los hiciera renegar. Y allí quedó el dedal, en la silla petisa de mimbre sobre una remera descocida de mi hermano. Un chirimbolo pequeño, presumo de acero inoxidable, con su borde un tanto abollado, antiquísimo. Su punta era redondeada; según lo que decía mi nona era para proteger el dedo al coser. Sin pensarlo lo agarré fuerte y decidí quedármelo, guardarlo secretamente hasta que ella volviera del sanatorio y así poder entregárselo en mano. Pero ese instante nunca llegó.
El dedal fue testigo de innumerables charlas entre Agatha y yo. Ella siempre lo tenía encima. Su mayor distracción era coser a mano y cuando no lo hacía igual tenía su instrumento de trabajo puesto en su dedo mayor -como costumbre- ó guardado en alguno de los tantos bolsillos de su bata. Muchas veces yo se lo escondía, hasta que en los últimos ocultamientos ella venía directamente hacia mí, observándome fijo, con la mano extendida. Eso quería decir que, sin chistar, debía devolvérselo de inmediato. Me lo prestaba poco, generalmente cuando estábamos juntas, quizás porque quería asegurarse de volver a tenerlo entre sus manos. Por mi parte, sólo quería jugar un rato con él. Hacerlo pasar por cada uno de mis dedos con el principal objetivo de apretujarlo en mi pulgar. Había días en que me gustaba el objeto, me parecía lindo; otros lo veía como una diminuta chatarra. Creo que esa visión cambiante tenía que ver con que si yo estaba ó no enojada con la nona.
Aunque nunca lo confesó –ó no se lo pregunté- siento que ese utensilio también tuvo una historia para ella; tal vez el dedal lleve oculto un pasado atractivo de contar. Cuando estábamos los tres juntos no había tiempo para leyendas ni anécdotas sobre cómo él había llegado hasta allí. Yo sólo me limitaba a insistir por tenerlo, ella por sacármelo.
Es lo único que me quedó de mi abuela Agatha y porque yo lo decidí. Jamás alguien me preguntó si quería guardame algo de ella. Seguramente pensaron que a mi corta edad no tendría esa intención. No era verdad. Pero lo que yo quería, ya lo tenía.
Hoy soy poseedora de un dedal legendario, que guardo celosamente en un pequeño alhajero. Ya no me desespero ni insisto por él, porque lo tengo conmigo. Cuando la extraño, lo miro, lo huelo, porque todavía tiene su olor. No coso, pero él está cerca mío, acompañándome y esperando por otra nueva historia.

Coquito

En enero de 2001 decidimos con Fernando, mi novio, ir de vacaciones a El Bolsón. Sus tíos Néstor y Graciela siempre nos invitaban pero, por una cosa u otra, nunca íbamos. Viajamos el 16 de ese mes y después de dos ociosas jornadas en Bariloche, partimos hacia el destino elegido. Fer había visitado el lugar cuando tenía tres años. Yo no lo conocía y quedé encantada con la vegetación, la paz y la sencillez del pueblo.
Néstor trabajó como guardaparque en San Martín de los Andes durante quince años, en los que contagió el amor por el ecosistema y la vida al aire libre al resto de su familia. Su esposa Graciela es una mujer sensible, simpática y también amante de la naturaleza. En una de las charlas que tuvimos durante nuestro hospedaje me confió que El Bolsón era su lugar en el mundo, que jamás se mudaría y que no necesitaba nada más para vivir feliz. Sus hijos, Ayelén y Sebastián, estaban de vacaciones en Perú así que para la travesía patagónica éramos cuatro, más un perro labrador y un gato siamés que -para desgracia de mi gatofobia - llevaban a todos lados cual cédula de identidad. Todas las mañanas nos levantábamos temprano y sabíamos que, gracias al espíritu nómade y aventurero de los dueños de casa, aprovecharíamos el día al máximo. Pero una tarde, cansados por tanto ajetreo, decidimos quedarnos en el pueblo. Fuimos a tomar un helado a Jauja; una heladería emblemática de la zona que atrae con gustos raros y riquísimos a miles de turistas cada temporada. Después del refresco los parientes nos ofrecieron pasear por la reconocida Feria Regional en la plaza central y allí fue donde conocimos personalmente a Coquito, el famoso duende de El Bolsón. Y digo personalmente porque ya habíamos oído hablar mucho de él, de su aspecto gnomo/hombre y de su permanencia añeja en la ciudad. Era uno de las personajes más buscados por los viajeros, que recorrían varias veces la muestra hasta conseguir hablar con él ó retratarlo. Coquito acompañaba su abrigada vestimenta con una especie de gorro frigio artesanal y un fuerte bastón de madera con tres caras de duendes prolijamente talladas; según sus propias palabras éste último fue un regalo de los primeros feriantes de la villa. Pero lo que más llamaba la atención eran sus rasgos pequeños y su bajísima estatura. Como a cualquier ser extraño se lo cuestionaba, creándose conjeturas sobre él y su pasado. Muchos aseguraban que era uno de los primeros hippies de la zona y que El Bolsón fue un terreno perfecto para él y su venta de drogas desconocidas, hasta ese momento, por los bolsonenses. Otros interpretaban que se trataba de un vividor y cuentero, que engañaba a los visitantes con historias que nada tenían de ciertas y que sólo relataba a cambio de algunas monedas. Para los tíos resultaba un vecino más; le comentaron que éramos sus familiares, que veníamos de lejos y que queríamos sacarnos una foto con él, a lo que accedió de inmediato con una diminuta sonrisa.
La imagen que logró Néstor fue en pleno recorrido de la feria: Fer, Graciela, Coquito en el centro y yo. Me acuerdo que era una tarde con nubes pero agradable; el lugar olía a sahumerio en algunos sectores, a miel en otros y a porro en gran parte. Luego compramos artesanías típicas para la familia, que nos esperaba tres días más tarde en Buenos Aires, ansiosa por las anécdotas del sur y por la foto de Coquito, que prometimos obtener. Un dulce recuerdo, que guardo con más sentimentalismo desde que Ayelén me contó que Coquito desapareció hace unos años, no se sabe cómo ni la fecha exacta; sólo encontraron su elemento de apoyo tirado cerca de la cumbre del Piltriquitron.

Pasión de multitudes

Mediodía de un domingo no tan frío para mi suerte. Camino mientras pienso que mucha gente quisiera presenciar al menos un clásico Boca-River. Fue reconocido a nivel mundial como uno de los 50 espectáculos que no pueden dejar de verse. Todos hablan de lo que significa, del antes y del después. El Superclásico es único y es nuestro.
Boca-River, y no digo River-Boca porque, a entender de mi corazón xeneize, en La Ribera es donde mejor se vive el partido entre los dos clubes más importantes del país. Es una exhibición digna de ser vivida, al igual que el ambiente previo en la esquina más pintoresca de todas: Del Valle Iberlucea y Brandsen, enfrente a la imponente Bombonera. Es un lugar puntual, estratégico, utilizado como escenario de encuentro; espera; discusión; enfrentamientos y festejos, entre otras cosas.
En uno de sus ángulos hay un kiosco, un lugar chico, que es generalmente atendido desde su ventana central; el resto es vidrio tapado por afiches de gaseosas, pósters boquenses y folletos barriales. Armando, un cincuentón hincha de Boca, compra un paquete de Marlboro Box, chicles Beldent y muestra a la cámara de TyC Sports la camiseta de Riquelme que tiene puesta: "Nos dio mucho más que Maradona", sentencia, en honor a los recuerdos. La dueña del comercio, rubia y con unos kilos de más si se los compara con su estatura, se acerca hasta la puerta del local pero no se anima a plantarse frente a los medios: "La gente quiere escuchar a los fanáticos, yo soy simpatizante". No hay caso. Muy amable ella, pero al cronista le resulta imposible convencerla.
La otra arista es una parte de la cancha. Si uno se detiene en diagonal a ésta, puede observar las vallas de contención que la rodean y por detrás la gente en hilera para ingresar a la tribuna número 6. Esta plataforma es llamada “careta” por algunos concurrentes de la rebelde tribuna 12, porque es la popular más serena, visitada por hinchas más relajados. Faltan más de dos horas para el comienzo del clásico y ya se entremezclan los cánticos entre hinchadas. Este sector también permite el ingreso de simpatizantes de River, que se alistan excitados, sin respetar la irregular fila que habían formado e ingresan en grupos de 20 personas, ante la atenta mirada de los policías de turno. En la parte superior de esta esquina se hicieron hace poco tiempo dos enormes murales con obras de Pérez Celis, que unen el sector de las populares con los palcos.
Y entretanto el Cuerpo de Policía Montada hace galopar los caballos por la cuadra. Los fibrosos animales se adueñan de la vereda; la gente de la cuadra se mete en sus casas: "¡Ay, qué brutos...!", se queja una mujer, hasta que en la casa de al lado, en Iberlucea 864, una adolescente de anteojos y pelo rojizo, arriesga una definición inesperada: "Vamos, vamos, vamos River Plate, vamos...", corea, junto con los muchachos que están a pasos del acceso para visitantes. Su madre, su padre y sus hermanitos quieren callarla, le dicen: "Lala, estás loca, metéte adentro", y la arrastran hacia un patio interno del conventillo desbordado, al igual que la mayoría, de colores intensos y débiles balcones. Algunos vecinos no entienden esa brusca rebelión, otros parecen deducirla. Quizás se trate de una reprimida hincha de River que tiene la desgracia de hallarse a veinte metros de la casa del eterno rival, y esa sea la única forma de desahogarse.
Ese encuentro de calles también es un lugar escogido por los periodistas de televisión. Según ellos es el mejor sector para divisar cualquier detalle relacionado con el encuentro, porque tiene una vista directa hacia la tribuna 12; pueden visualizar muy bien la entrada principal del estadio; la de los palcos, y la de los contrarios.
Una familia camina apurada en dirección a los plateas y se detiene ante la cámara de Crónica TV: "Se nos hizo tarde porque a los chicos les cuesta arrancar los domingos, pero para los clásicos no faltamos nunca", dice el jefe de la familia. Y el hijo menor lo torea: "Hoy me parece que el que tardó fuiste vos, que no te decidías con qué auto venir". En paralelo a las charlas futboleras, turistas de todos los continentes disfrutan de espectáculos de tango de la zona y recorren los distintos puestos de venta vestidos de azul y oro. Sobre la calle Brandsen, frente al estadio, hay un negocio de esas características y Jorge Godoy, su dueño, ofrece todo para el fanático; ceniceros, llaveros, camisetas, agendas. Un auténtico polirrubro del Todo por 2 pesitos. Con los brazos abiertos, saluda e invita a pasar a los viajeros. De pronto, se dirige a un vecino: "Chau, gallina. Te conviene dar la vuelta manzana. Porque la otra vuelta la damos nosotros". Se lo ve feliz, aunque aclara que no vendió mucho, pero que presenciar un nuevo clásico es algo que agradece a Dios.
Sobre el tercer ángulo hay un bar, esos típicos de barrio porteño, de aspecto turbio, con gente -en general hombres- jugando a las cartas y siguiendo las carreras del hipódromo por televisión. Gente mayor, ilustres de la zona, dueños de innumerables anécdotas del xeneize, que ahora eligen ver el partido desde allí, disfrutando los gritos, los silbidos, el aliento y cualquier otro eco que llegue desde la Bombonera.
La cuarta esquina es distinta a todas. Es una casa, con las paredes pintadas de verde esperanza. Con una pequeña ventana blanca, oxidada, ubicada justo en el rincón. La miro e intento imaginar la vista que tiene el dueño de la propiedad desde allí. Un espectacular paisaje, formado por alguna de las pinturas de Quinquela, las estrellas del club con sus más trascendentales jugadores a uno de los costados y quizás alguna parte de los murales. Faltan 30 minutos para que comience el juego y, por los comentarios que llegan a mis oídos, ya están las dos tribunas casi llenas, a punto de declarase la guerra. Del lado de Aristóbulo del Valle, los hinchas de Boca; del lado de Brandsen, los de River. Agresividad de frases que sin embargo, como en un juego de precisas reglas caballerescas, no se superponen. Cada grupo espera a que el adversario termine la suya antes de entonar la propia. Mientras, la calle registra un desfile entrelazado de grupos que corren de un lado para otro, rogando llegar a tiempo para vivir el verdadero clásico argento. Yo también me voy aproximando, quedé con mi vecina Norma y mis primos Ariel y Ana que los vería en la tribuna 6, cerca de los baños. Siento ansiedad, alegría y mi corazón late fuerte, porque una vez más me propongo ser testigo de esta experiencia única. Y lo logro. Paso las vallas, cruzo las aparatos de control, subo los primeros escalones. Ya se viene, lo percibo. Hay olor a Superclásico, acá, en la República de La Boca.

Volviendo los monos

Los ex integrantes de la mítica banda nacional Sumo sorprendieron en la primera noche del festival Quilmes Rock 2007. Fue una reunión espontánea a poco de cumplirse veinte años de la muerte de su líder, Luca Prodan.
Ricardo Mollo y Diego Arnedo (Divididos), Roberto Pettinato, Alberto Superman Troglio (Buda), Germán Daffunchio y Alejandro Sokol (Las Pelotas) volvieron a tocar juntos en un mismo escenario, cumpliendo el sueño de muchos fanáticos que presenciaban el show en River Plate.
Para el cierre de la primera jornada estaba pronosticada la presencia de Divididos, y así fue. Pasadas las 22 se apagaron las luces de la cancha en medio de gritos, silbidos y cantos de bienvenida, incluyendo el Dividi, dividi, vamo’ dividi.... Mucha emoción y expectativa: el grupo de rock más reconocido estaba en escena. La gente enloqueció con los primeros acordes de “Sucio y desprolijo”, un claro homenaje al fallecido Norberto Papo Napolitano. La aplanadora del rock maravilló con un resumen exquisito, intercalando viejos temas con nuevas delicias. Un Mollo divertido y aniñado, vestido con un chaleco inflable rojo, jeans gastados y zapatillas, dijo un par de veces: ¡Qué linda noche!, mientras miraba fijamente el cielo. Eso podía parecer sólo un comentario de la figura más importante de la velada. Pero esta misma frase había sido expresada tan sólo dos horas antes por su ex compañero, Germán Daffunchio. Muchos presentes parecían notar ese detalle, otros casi no lo percibieron. Pero todos estaban atentos y respondieron con euforia cuando Mollo, Arnedo y Ciavarella amagaron con el comienzo de Next Week, un lujo de Llegando los monos, segundo disco de Sumo .
Lo cierto es que un momento después todo tuvo su explicación: por primera vez, a dos décadas de la muerte del excéntrico e irreemplazable Luca, el resto de la banda estaba de regreso, fusionado en un mismo recital. La primera imagen de este encuentro fue la de Pettinato vestido con su famoso mameluco naranja; y eso ya comenzó a entusiasmar a la multitud. La entrada del baterista Troglio, con una musculosa que hacía honor a su apodo y una pollera a cuadros, hizo latir fuerte el corazón del público. Finalmente, el ingreso de Sokol y Daffunchio al escenario terminó por trastornar a la gente, que se fundió en una especie de Tsunami musical y festivo. Miradas de sorpresa sin entender lo que ocurría, gritos y llantos de seguidores, muchos de ellos con la remera de Sumo sobre la piel.
La fiesta arrancó con el himno “Crua-Chan” y siguió con una poderosa versión de “Divididos por la felicidad”, donde Mollo y Sokol compartieron voces. El corto pero excelente repertorio se completó con el tema ”Disco baby disco” para el que se sumó Gillespie en trompeta, otro viejo amigo de ruta. Esta canción del primer disco concluyó con una impecable lección de acid jazz, como solían ofrecer en sus conciertos.
Nadie podía creer lo que estaba viviendo. Después de muchos años y sin aviso previo los ex Sumo dieron una vuelta de página, olvidaron diferencias (quizás sólo por ese día) y se juntaron para divertirse y alegrar a sus admiradores. Se los veía radiantes, como nenes en una plaza. Y las 50mil almas estaban impactadas y felicísimas de ver a buena parte del grupo más influyente en la historia del rock argentino, respetado por lo breve y brillante de su obra.
Pero la despedida llegó, duró un buen rato e incluyó el conocido ¡Divididos, las pelotas!, exclamado más fuerte que nunca por quienes no querían decirles adiós. Los mismos que ahora miraban el cielo agradeciendo el milagro.

La previa de esta cita difícil de olvidar tuvo la participación de importantes artistas. El primero en aparecer fue el estadounidense Bad Religion, que mostró la fuerza de su hardcore. Le siguió Attaque 77, presentando material de su última producción Karmagedon. El tercer puesto en la grilla fue para Las Pelotas, que lució temas del reciente Basta. Y, luego de un dilatado recreo, Catupecu Machu apareció en escena con Zeta Bosio como artista invitado, desplegando un sonido que poco tuvo que ver con los anteriores. El cantante Fernando Ruiz Diaz recordó a su hermano Gabriel, bajista de la banda, internado desde marzo de 2006 a raíz de un accidente automovilístico que le dejó graves lesiones cerebrales.