Supongo que mucha gente pasa, en algún punto de su vida, por ese momento en el que apoderarse de algo perteneciente a un ser querido hace que uno lo sienta cerca, lo recuerde y, en algunos casos, se esperance creyendo que esa cosa va a reemplazar a su dueño. Eso es lo que me pasa con el dedal que fue, es y será de mi abuela Agatha.
Yo tenía once años cuando ella murió. Una semana antes a la hora de la siesta se descompuso y la internaron. Recuerdo que esa tarde la ambulancia vino enseguida y que mi mamá me dejó con mis hermanos mayores mientras me repetía que no los hiciera renegar. Y allí quedó el dedal, en la silla petisa de mimbre sobre una remera descocida de mi hermano. Un chirimbolo pequeño, presumo de acero inoxidable, con su borde un tanto abollado, antiquísimo. Su punta era redondeada; según lo que decía mi nona era para proteger el dedo al coser. Sin pensarlo lo agarré fuerte y decidí quedármelo, guardarlo secretamente hasta que ella volviera del sanatorio y así poder entregárselo en mano. Pero ese instante nunca llegó.
El dedal fue testigo de innumerables charlas entre Agatha y yo. Ella siempre lo tenía encima. Su mayor distracción era coser a mano y cuando no lo hacía igual tenía su instrumento de trabajo puesto en su dedo mayor -como costumbre- ó guardado en alguno de los tantos bolsillos de su bata. Muchas veces yo se lo escondía, hasta que en los últimos ocultamientos ella venía directamente hacia mí, observándome fijo, con la mano extendida. Eso quería decir que, sin chistar, debía devolvérselo de inmediato. Me lo prestaba poco, generalmente cuando estábamos juntas, quizás porque quería asegurarse de volver a tenerlo entre sus manos. Por mi parte, sólo quería jugar un rato con él. Hacerlo pasar por cada uno de mis dedos con el principal objetivo de apretujarlo en mi pulgar. Había días en que me gustaba el objeto, me parecía lindo; otros lo veía como una diminuta chatarra. Creo que esa visión cambiante tenía que ver con que si yo estaba ó no enojada con la nona.
Aunque nunca lo confesó –ó no se lo pregunté- siento que ese utensilio también tuvo una historia para ella; tal vez el dedal lleve oculto un pasado atractivo de contar. Cuando estábamos los tres juntos no había tiempo para leyendas ni anécdotas sobre cómo él había llegado hasta allí. Yo sólo me limitaba a insistir por tenerlo, ella por sacármelo.
Es lo único que me quedó de mi abuela Agatha y porque yo lo decidí. Jamás alguien me preguntó si quería guardame algo de ella. Seguramente pensaron que a mi corta edad no tendría esa intención. No era verdad. Pero lo que yo quería, ya lo tenía.
Hoy soy poseedora de un dedal legendario, que guardo celosamente en un pequeño alhajero. Ya no me desespero ni insisto por él, porque lo tengo conmigo. Cuando la extraño, lo miro, lo huelo, porque todavía tiene su olor. No coso, pero él está cerca mío, acompañándome y esperando por otra nueva historia.
Yo tenía once años cuando ella murió. Una semana antes a la hora de la siesta se descompuso y la internaron. Recuerdo que esa tarde la ambulancia vino enseguida y que mi mamá me dejó con mis hermanos mayores mientras me repetía que no los hiciera renegar. Y allí quedó el dedal, en la silla petisa de mimbre sobre una remera descocida de mi hermano. Un chirimbolo pequeño, presumo de acero inoxidable, con su borde un tanto abollado, antiquísimo. Su punta era redondeada; según lo que decía mi nona era para proteger el dedo al coser. Sin pensarlo lo agarré fuerte y decidí quedármelo, guardarlo secretamente hasta que ella volviera del sanatorio y así poder entregárselo en mano. Pero ese instante nunca llegó.
El dedal fue testigo de innumerables charlas entre Agatha y yo. Ella siempre lo tenía encima. Su mayor distracción era coser a mano y cuando no lo hacía igual tenía su instrumento de trabajo puesto en su dedo mayor -como costumbre- ó guardado en alguno de los tantos bolsillos de su bata. Muchas veces yo se lo escondía, hasta que en los últimos ocultamientos ella venía directamente hacia mí, observándome fijo, con la mano extendida. Eso quería decir que, sin chistar, debía devolvérselo de inmediato. Me lo prestaba poco, generalmente cuando estábamos juntas, quizás porque quería asegurarse de volver a tenerlo entre sus manos. Por mi parte, sólo quería jugar un rato con él. Hacerlo pasar por cada uno de mis dedos con el principal objetivo de apretujarlo en mi pulgar. Había días en que me gustaba el objeto, me parecía lindo; otros lo veía como una diminuta chatarra. Creo que esa visión cambiante tenía que ver con que si yo estaba ó no enojada con la nona.
Aunque nunca lo confesó –ó no se lo pregunté- siento que ese utensilio también tuvo una historia para ella; tal vez el dedal lleve oculto un pasado atractivo de contar. Cuando estábamos los tres juntos no había tiempo para leyendas ni anécdotas sobre cómo él había llegado hasta allí. Yo sólo me limitaba a insistir por tenerlo, ella por sacármelo.
Es lo único que me quedó de mi abuela Agatha y porque yo lo decidí. Jamás alguien me preguntó si quería guardame algo de ella. Seguramente pensaron que a mi corta edad no tendría esa intención. No era verdad. Pero lo que yo quería, ya lo tenía.
Hoy soy poseedora de un dedal legendario, que guardo celosamente en un pequeño alhajero. Ya no me desespero ni insisto por él, porque lo tengo conmigo. Cuando la extraño, lo miro, lo huelo, porque todavía tiene su olor. No coso, pero él está cerca mío, acompañándome y esperando por otra nueva historia.