Recuerdo el día de tu muerte. Era sábado y yo estaba en el almacén, a la vuelta de casa. Era una mañana calurosa. Había ido -obligada por mi mamá- a comprar una Coca y una Gini; bebidas permitidas sólo durante nuestros fines de semana. Época difícil la llamaban...
Decía que estaba en aquel negocio cuando me enteré de tu partida. Mientras las vecinas hablaban casi sin respiro, yo escuchaba atentamente el programa de la radio local. Medio que más tarde resultó una herramienta muy valiosa de comunicación para mi, cuando a los 16 años empecé a frecuentar un programa católico que conducía un buen amigo de papá.
Lo primero que escuché claramente fue tu nombre, y después lo demás...
Recuerdo que mi cuerpo se aflojó un poco y que Roberto, el dueño del comercio, hizo un gesto como queriendo callar a los demás. Ninguna de las mujeres notó el pedido. Entonces el hombre caminó rápido hacia su mini Philips -un aparato chico, percudido y de color gris oscuro- y subió furiosamente el volumen. Ese movimiento sí fue divisado por las presentes y tras eso, el silencio fue total. Todos se miraron casi sin pestañar a medida que iban interpretando la noticia. Algunos llevaron su mano a la boca, demostrando sorpresa y angustia al mismo tiempo. Los primeros comentarios fueron de mal gusto, acusando de “mala junta” a la gente que te rodeaba. Pero eso sólo duró unos minutos. Después la tristeza fue sellando cada uno de los rostros.
Mi cuerpo estaba ausente, mudo, sin reacción. Compré las bebidas y fui corriendo a casa. Al abrir la puerta, mi mamá me miró y nos pusimos a llorar...
Eras muy querido. Siempre hablábamos de vos en algún momento del día. Formabas parte de la cotidianeidad de nuestra familia. Eras provocador de la mayoría de nuestras risas, cuando estabas y cuando no.
Más tarde llegó papá de un partido de fútbol, ya enterado. Parecía no estar tan apenado hasta que lloró, espaciada pero sentidamente. Cerraba sus ojos intentando frenar las lágrimas, pero le resultó imposible. Fue cuando se acercó a una foto tuya que mi hermano tiene, aún hoy, en su desordenada habitación.
El tiempo pasó y, gracias a muchos y especialmente a vos, pudimos tenerte presente de diferentes maneras. No te merecías morir, no por lo menos hasta viejo; hasta haber dado todo lo que tenías para dar. Porque la naturaleza y Dios te llenaron de virtudes y cosas buenas.
Todavía faltaba. Para nosotros no era tiempo de irte, pero fue. Tuvimos que ir acostumbrándonos a tu ausencia, sufriéndola y odiándola.
Ojalá en algún momento te hayas divertido con algo ó alguien tanto como nosotros con vos, con tu alegría, tu locura linda y tu personalidad inigualable.
Sé que nada te va a traer de vuelta. Pero hoy puedo agradecer haberte disfrutado y sido feliz cuando estabas. Todos seguimos adorándote y estoy segura que si pudiéramos darte nuevamente vida, pagaríamos y sudaríamos por eso.
Haríamos muchas cosas por verte otra vez, por borrar de la historia ese día oscuro. Por tenerte vivo. A vos Negro, a vos Flaco, a vos....Alberto Olmedo.
Escribo luego existo
Un lugar mío y de todos. Donde mi expresión encuentra su lugar y entonces aparecen las creaciones, los recuerdos y las vivencias para compartir. Esta es la bitácora que siempre mantuve cerrada -ó por lo menos escondida- y que hoy abro, dejando que salga de ella lo que más le guste.
martes, 17 de agosto de 2010
viernes, 30 de julio de 2010
De este lado de la vía
Siempre tuve ganas de escribir estas líneas. Es más, cada vez que viajo en colectivo ó camino por estas calles me viene la ansiedad de contar lo que me pasa. Así que hoy, que traigo conmigo un moderno anotador y una buena lapicera –ésta última regalo familiar de mi consagración universitaria-, inicio mi reseña... ¿Sobre qué? Sobre mi lugar en el mundo –frase hecha que, como el resto de ellas, un profesor me prohibió utilizar en vida-.
El Palomar, oeste del Gran Buenos Aires, es mi cosmos. Hace 30 años que ando por esta ciudad y, hasta el día de hoy, se las ingenia para seguir sorprendiéndome y enamorándome cada vez más.
No es un espacio común, claro; guarda demasiada historia para resultar una simple localidad. Por las cosas y personas que la convirtieron en lo que es, Palomar –porque la nombramos así, a secas- resulta diferente.
Palomar es de este lado de la vía... y los palomarenses de alma entenderán a qué me refiero. Nuestra urbe se divide por las vías del ex ferrocarril San Martín. A uno de esos lados se lo conoce con el nombre de Ciudad Jardín-Lomas de El Palomar. Este sector está compuesto, entre muchas otras cosas, por un centro comercial importante, el Colegio Militar de la Nación, pintorescos boulevards, dos lindas plazas –la principal, conocida como del avión-, un pequeño shopping, casas coquetas y prolijas y muchos –pero muchos- descendientes de alemanes.
Pero yo soy del otro lado...yo soy de Palomar ¡Ojo! No busco dar comienzo a una guerra al decir esto, sólo quiero aclarar que lo que van a leer tiene que ver sólo con este lado, mi lado. Nada tengo en contra de Ciudad Jardín, incluso mis años de secundaria transcurrieron en el famoso Rivadavia, un colegio estatal de esa parte.
Este texto intentará refrescar un poco aquello que nos hizo propio este lugar. Todo no se podrá; quedarán plazas, bares, negocios, gente y cuentos sin contar. Pero seguramente este relato será una buena excusa para la nostalgia.
ESCENARIOS CLANDESTINOS
Hubieron varios lugares de parada –la mayoría ya no existe como tal- en los alrededores de la estación de tren. Algunos, básicamente, ofrecían mucho alcohol - más bien del barato- y alguna que otra cosita para engañar al estómago. Otros, por el contrario, eran boliches de los más concurridos de zona oeste.
Aquí, una breve descripción:
Heladería "Las Flores" ó –y más conocida como- La Chapita: tradicional escenario que ya no está. Conservo una foto de su triste demolición, que no trajo ninguna obra nueva hasta el momento. Nada tenía de heladería, ni su fachada, mucho menos su ambiente… ¡ni helados tenía!
Se volvió –ó lo volvieron, mejor dicho- un bar turbio, bien de estación. Recuerdo que el último color de su frente fue verde, un verde feo. Colectiveros, taxistas, bohemios barriales, comerciantes, adolescentes buscando crecer de golpe, y algún que otro transeúnte hambriento, hacían de este sitio una taberna muy visitada. Pero de noche era otra cosa; más oscuro que nunca y con mucha menos clientela, lo visitaban –además de aquellos que podían pasar días enteros ahí- algunos músicos de la zona que se entonaban antes de tocar en el pub de turno.
"Casino" y "Tempo": dos lugares –legendarios y con muchísimas historias detrás- que aún están abiertos y siguen agregando un poco de diversión nocturna a las calles principales. En el primero –un subsuelo a pocos metros de la estación de tren- se escucha salsa y rock y sus concurrentes tienen, en promedio, 45 años. También lo visita algún que otro pendex, embobado con alguna veterana pulposa y apretada.
La otra discoteca es una símil bailanta. Cerca del cruce de vías y en un primer piso, Tempo es un sitio para cincuentones y más, que buscan parrandearse mucho –mucho- y concretar el levante lo más rápido posible. Cumbia bien alta, mucho alcohol –como mínimo- ¡y a bailar hasta que dé el cuerpo!
Una vez –hace más de 10 años- fuimos con un grupo de amigas...¡qué horror! Siempre lo recordamos como el verdadero infierno.
Para los adolescentes, los reconocidos boliches "Joan’s Disco" –que más tarde fue Max y más tarde nada...ah sí, ahora hay okupas- y Mirage –que más tarde se llamó Macarena, y ahora es el gimnasio más grande de la zona-.
Discotecas de barrio que le dicen para el que quería seguir conectado con todos los que, horas atrás, había cruzado en el almacén ó en el kiosco de Alicia -como en mi caso-. Yo fui una de esas personas ¿Qué loco, no? ¡Cambiarse –ni siquiera producirse- para ver a la misma gente! Pero creo que igual era divertido. Estábamos más atentos al chisme que a conocer a alguien que, con suerte, no fuera de Palomar. No ir a alguna de estas discos era como perderse la novela preferida ó algo así.
"Pancho López": legendario bowling-pool frente a la iglesia Ntra. Señora de Loreto. Un local grande, profundo y el más oscuro de todos. Allí sólo se trataba de ser habitué. No existía, creo, buen recibimiento para aquellos que pisaban por primera vez ese lugar, y muchos menos para quienes no olían a alcohol. Estos asiduos concurrentes formaban equipos para competir en ambas disciplinas. Un verdadero show que terminaba, muy comúnmente, en la seccional de policía más cercana.
EL MATE MAS FAMOSO
La curva del mate. En la intersección de la avenida Marconi y Ferrari. Se la conoce con ese nombre porque hace muchísimos años se podía ver en la altura de una de sus esquinas una inmensa publicidad de yerba mate "Néctar". Consistía en una mano de cemento que sostenía un mate, todo de un tamaño enorme. La extremidad se fue deteriorando, pero el mate quedó y fue trasladado a la vereda de enfrente, justo donde tienen parada los colectivos 53 y 123, el primero con destino final en la colorida La Boca, y el segundo cuyo desenlace es la eterna Chacarita.
Recuerdo que durante varios años de mi niñez/adolescencia fui acérrima paseante y clienta de la zona. El primer videoclub, el supermercadito de precios más baratos, la estación de servicio, la perfumería más completa y los bondis que te llevaban a la capital. Variedad de rubros que me hizo conocer a muchísima gente de esta legendaria curva.
EL PERSONAJE
Uf! Palomar es cuna de personajes. Lindos y feos, simpáticos y amargados, coherentes y revirados. Pero el personaje más colorido, más llamativo, más nuestro es, sin dudas, Ticky.
Ticky ó Adolfo, como gusta que lo llamen, es un hombre mayor con algunos problemas psicológicos. Es común verlo por el centro de Palomar, donde reparte panfletos y hace changas; por suerte muchos comerciantes lo ayudan a subsistir. También acompaña a bandas de rock barriales y de las otras.
De chico acompañaba a la mamá en su tarea de botellera. En el año ’89 su vida corrió riesgo cuando recibió una fuerte paliza mientras se divertía en un efímero boliche de la zona llamado Bombay. Por esa época se paseaba por las calles con un bajo al que le faltaban, por los menos, dos cuerdas. Pese a esto, él intentaba subirse para tocarlo en cualquier escenario circunstancial.
Y SE HIZO MUSICA
Debo reconocer que hay algo que me incitó a volcar todo lo que tengo dentro mío hace tiempo.
Sí, algo que me dijo, indirectamente, que tenía que escribir esto. Ese algo se llama "Sumo por Pettinato": el último libro del excéntrico periodista de rock, músico, devenido en conductor de radio y tv ¡Qué libro! Es increíble enterarse de cosas que sucedieron a metros de mi hogar, cuando yo no tenía idea de lo que significaba la vida. Hoy disfruto transitar por las mismas baldosas que tiempo atrás pisó gente cuyo arte resultará eterno.
Decía que esta publicación me embaló y me hizo sentir más orgullosa que nunca del barrio que me dio todo. Todo, incluso el amor de mi vida.
“Fía la chapita porrón en Palomar…” , “Volviendo de Haedo, Rosales y Gûemes mojó…”, etc., etc., etc. Son sólo algunos de los homenajes que músicos vecinos hicieron a esta metrópoli desbordante de música.
Ricardo y Omar Mollo, Walter y Javier Malosetti, Ricardo Pellican, entre otros, forman parte de una exquisita lista de artistas de El Palomar, ante los cuales no hay más que ponerse de pie.
Nuestro Palomar huele a rock. Además de aquellas bandas que alcanzaron el reconocimiento masivo, hay otras excelentes que recorren el oeste –y más- mostrando lo que saben hacer, sin apuro, sin aires de nada. Tan sólo con sus guitarras y bombos a cuestas.
Me infla el pecho saber que mi lugar, el que me vio nacer y el que elegí para el resto de mis días, sea tan rockero. En el aire de Palomar hay música y todos sus habitantes, en mayor ó menor medida, la respiran.
Y todo huele a rock. La estación, los bares, la gloriosa esquina de Nelson Page y Madariaga. Ésta fue espacio de ensayo de los Sumo allá por los '80; hoy es escenario de muestras de arte y fiestas privadas. Su dueño actual, un viejo conocido mío, la compró hace ya algunos años. Todavía no pude confesarle que comprar esa casona sería, tanto para mi como para mi marido -que vivió más de cerca toda esta vorágine musical- un sueño cumplido.
Es una arista muy atractiva, con grandes faroles, interminables ventanales angostos y un frente de ladrillos viejos, que guardan vaya a saber cuántos secretos -que siempre serán eso-. El sótano de la propiedad, ese inmaculado sitio donde Pettinato, Mollo, Daffunchio y Prodan –sí, el benemérito Luca- y sociedad, creaban, se divertían y se peleaban, sigue existiendo casi sin cambios en su estructura.
¡Cuánta historia! Agradezco a su envidiado propietario por haber dado la posibilidad a muchísima gente de conocer ese universo tantas veces imaginado.
Numerosas veces pienso que, en algún momento, tuve que haberme cruzado con alguno de los que hoy venero. Cuando yo no superaba los diez años, ellos ya deambulaban por la zona, sumergidos en su océano sonoro. Pero tal vez algún día hayamos compartido una espera de tren ó colectivo, una compra en el mercadito, ó tal vez pude haberlos observado –¿chusma yo?- en alguna de las dos y únicas galerías del pequeño centro comercial. Se sabe que tanto Mollo como Prodan frecuentaban los locales de música de esos pasajes. Uno de éstos quedó en mi mente; estaba dentro de la galería "Palomar", pero no recuerdo su nombre –si es que lo tenía-. Sí estoy segura de su vidriera pocas veces limpia y de los discos desparramados sobre una tarima de madera. Su vendedora, una mujer de pelo largo y con rulos, estaba parada casi todo el tiempo en la puerta, esperando quizás a ese cliente que en unos días más decidiría husmear un poco de la poca, pero buena música que ofrecía.
No me quiero olvidar de otra –y a mi gusto la mejor- disquería: "Vía 33". Su moderna –para ese entonces- y simpática dueña era Cristina, una morocha corpulenta que sabía mucho de lo que hablaba. Cris –para sus amigos ó más fieles compradores- siempre conseguía lo que su clientela pretendía; discos que aún no habían llegado al país, recitales en vivo inéditos, entrevistas de radio ¡y todo eso sin internet!
En su desbordado negocio adquirí mis primeros cassettes de rock –Aerosmith, Whitesnake y Bon Jovi- y además mandé a armar varios compilados de bandas nacionales, que Cristina solía preparar, a sabiendas del gusto de cada cliente. Aún conservo esos TDK de 90 ¿se acuerdan?
ANECDOTA DE AÑO NUEVO
1° de enero de 1995. Dos de la mañana y todo el barrio festeja un nuevo año. Cohetes que ensordecen; brindis entre vecinos en plena calle; chiquitos que encienden bengalas a escondidas de sus padres; grupos de amigos que ya parten para seguir brindando por algún otro lado. Todo parece normal; pero no lo es.
En la esquina de Cabo Morando y Bianco, a cortas seis cuadras de mi casa, se estaba armando algo que nadie esperaba ó tal vez sí, pero muy interiormente. Ahí mismo viven los padres de Ricardo y Omar Mollo. El mismo lugar donde vivieron ellos durante muchos años. Ricardo, ex Sumo y actual líder de Divididos; Omar, excelente cantante de tango y rock y líder de MAM.
Por casualidad soy testigo. Comienzan a verse instrumentos sobre las veredas y varios hombres enchufando cables ¡Ricardo y Omar nos están regalando un recital! A sus vecinos, a su gente. Es algo muy loco, espontáneo. Si bien existía el rumor al notar mucho movimiento en la casa de los Mollo –cosa que generalmente no ocurre-, nadie imaginaba ser partícipe de un momento único e irrepetible.
Justo en la esquina de enfrente, empiezan a tocar con dos músicos desconocidos por el público presente -un joven baterista y una mujer en el bajo-. Hacen tangos con el mayor de los hermanos en voz; después toma la posta Ricardo y hace una versión de Dame un limón, utilizando un vaso de aluminio como púa. Un viejo conocido y el mejor baterista de la zona, Gustavo González, es invitado al barrial escenario y demuestra en sólo dos temas su talento; Omar lo aplaude primero y pide a los espectadores que hagan lo mismo. “Muy bien pibe, muy bien”, agrega notablemente sorprendido. Podrán imaginarse la alegría de González, que comenzó el año haciendo lo que más le gusta hacer... ¡y encima con los Mollo!
Un concierto casero, íntimo, que solamente quienes tienen presente sus orígenes y se sienten orgullosos de éstos, pueden ofrecerlo.
Me hizo feliz escribir esto, porque sé que muchos comparten mi amor, mi adoración por este sitio, por su esencia. Esa esencia que sólo se explica viviéndola, disfrutándola y extrañándola cuando se está lejos.
Supongo que cada uno tendrá qué contar sobre su lugar de origen; anécdotas, historias, amores y odios. Mi rincón tiene ese no sé qué y será importante rememorarlo cada vez que nuestra mente y corazón lo pidan.
Por eso aplaudo a mis queridos viejos, que de pura eventualidad llegaron hasta este nido de notas musicales y me enseñaron a quererlo y a descubrirlo, principalmente. Acá, de este lado de la vía.
El Palomar, oeste del Gran Buenos Aires, es mi cosmos. Hace 30 años que ando por esta ciudad y, hasta el día de hoy, se las ingenia para seguir sorprendiéndome y enamorándome cada vez más.
No es un espacio común, claro; guarda demasiada historia para resultar una simple localidad. Por las cosas y personas que la convirtieron en lo que es, Palomar –porque la nombramos así, a secas- resulta diferente.
Palomar es de este lado de la vía... y los palomarenses de alma entenderán a qué me refiero. Nuestra urbe se divide por las vías del ex ferrocarril San Martín. A uno de esos lados se lo conoce con el nombre de Ciudad Jardín-Lomas de El Palomar. Este sector está compuesto, entre muchas otras cosas, por un centro comercial importante, el Colegio Militar de la Nación, pintorescos boulevards, dos lindas plazas –la principal, conocida como del avión-, un pequeño shopping, casas coquetas y prolijas y muchos –pero muchos- descendientes de alemanes.
Pero yo soy del otro lado...yo soy de Palomar ¡Ojo! No busco dar comienzo a una guerra al decir esto, sólo quiero aclarar que lo que van a leer tiene que ver sólo con este lado, mi lado. Nada tengo en contra de Ciudad Jardín, incluso mis años de secundaria transcurrieron en el famoso Rivadavia, un colegio estatal de esa parte.
Este texto intentará refrescar un poco aquello que nos hizo propio este lugar. Todo no se podrá; quedarán plazas, bares, negocios, gente y cuentos sin contar. Pero seguramente este relato será una buena excusa para la nostalgia.
ESCENARIOS CLANDESTINOS
Hubieron varios lugares de parada –la mayoría ya no existe como tal- en los alrededores de la estación de tren. Algunos, básicamente, ofrecían mucho alcohol - más bien del barato- y alguna que otra cosita para engañar al estómago. Otros, por el contrario, eran boliches de los más concurridos de zona oeste.
Aquí, una breve descripción:
Heladería "Las Flores" ó –y más conocida como- La Chapita: tradicional escenario que ya no está. Conservo una foto de su triste demolición, que no trajo ninguna obra nueva hasta el momento. Nada tenía de heladería, ni su fachada, mucho menos su ambiente… ¡ni helados tenía!
Se volvió –ó lo volvieron, mejor dicho- un bar turbio, bien de estación. Recuerdo que el último color de su frente fue verde, un verde feo. Colectiveros, taxistas, bohemios barriales, comerciantes, adolescentes buscando crecer de golpe, y algún que otro transeúnte hambriento, hacían de este sitio una taberna muy visitada. Pero de noche era otra cosa; más oscuro que nunca y con mucha menos clientela, lo visitaban –además de aquellos que podían pasar días enteros ahí- algunos músicos de la zona que se entonaban antes de tocar en el pub de turno.
"Casino" y "Tempo": dos lugares –legendarios y con muchísimas historias detrás- que aún están abiertos y siguen agregando un poco de diversión nocturna a las calles principales. En el primero –un subsuelo a pocos metros de la estación de tren- se escucha salsa y rock y sus concurrentes tienen, en promedio, 45 años. También lo visita algún que otro pendex, embobado con alguna veterana pulposa y apretada.
La otra discoteca es una símil bailanta. Cerca del cruce de vías y en un primer piso, Tempo es un sitio para cincuentones y más, que buscan parrandearse mucho –mucho- y concretar el levante lo más rápido posible. Cumbia bien alta, mucho alcohol –como mínimo- ¡y a bailar hasta que dé el cuerpo!
Una vez –hace más de 10 años- fuimos con un grupo de amigas...¡qué horror! Siempre lo recordamos como el verdadero infierno.
Para los adolescentes, los reconocidos boliches "Joan’s Disco" –que más tarde fue Max y más tarde nada...ah sí, ahora hay okupas- y Mirage –que más tarde se llamó Macarena, y ahora es el gimnasio más grande de la zona-.
Discotecas de barrio que le dicen para el que quería seguir conectado con todos los que, horas atrás, había cruzado en el almacén ó en el kiosco de Alicia -como en mi caso-. Yo fui una de esas personas ¿Qué loco, no? ¡Cambiarse –ni siquiera producirse- para ver a la misma gente! Pero creo que igual era divertido. Estábamos más atentos al chisme que a conocer a alguien que, con suerte, no fuera de Palomar. No ir a alguna de estas discos era como perderse la novela preferida ó algo así.
"Pancho López": legendario bowling-pool frente a la iglesia Ntra. Señora de Loreto. Un local grande, profundo y el más oscuro de todos. Allí sólo se trataba de ser habitué. No existía, creo, buen recibimiento para aquellos que pisaban por primera vez ese lugar, y muchos menos para quienes no olían a alcohol. Estos asiduos concurrentes formaban equipos para competir en ambas disciplinas. Un verdadero show que terminaba, muy comúnmente, en la seccional de policía más cercana.
EL MATE MAS FAMOSO
La curva del mate. En la intersección de la avenida Marconi y Ferrari. Se la conoce con ese nombre porque hace muchísimos años se podía ver en la altura de una de sus esquinas una inmensa publicidad de yerba mate "Néctar". Consistía en una mano de cemento que sostenía un mate, todo de un tamaño enorme. La extremidad se fue deteriorando, pero el mate quedó y fue trasladado a la vereda de enfrente, justo donde tienen parada los colectivos 53 y 123, el primero con destino final en la colorida La Boca, y el segundo cuyo desenlace es la eterna Chacarita.
Recuerdo que durante varios años de mi niñez/adolescencia fui acérrima paseante y clienta de la zona. El primer videoclub, el supermercadito de precios más baratos, la estación de servicio, la perfumería más completa y los bondis que te llevaban a la capital. Variedad de rubros que me hizo conocer a muchísima gente de esta legendaria curva.
EL PERSONAJE
Uf! Palomar es cuna de personajes. Lindos y feos, simpáticos y amargados, coherentes y revirados. Pero el personaje más colorido, más llamativo, más nuestro es, sin dudas, Ticky.
Ticky ó Adolfo, como gusta que lo llamen, es un hombre mayor con algunos problemas psicológicos. Es común verlo por el centro de Palomar, donde reparte panfletos y hace changas; por suerte muchos comerciantes lo ayudan a subsistir. También acompaña a bandas de rock barriales y de las otras.
De chico acompañaba a la mamá en su tarea de botellera. En el año ’89 su vida corrió riesgo cuando recibió una fuerte paliza mientras se divertía en un efímero boliche de la zona llamado Bombay. Por esa época se paseaba por las calles con un bajo al que le faltaban, por los menos, dos cuerdas. Pese a esto, él intentaba subirse para tocarlo en cualquier escenario circunstancial.
Y SE HIZO MUSICA
Debo reconocer que hay algo que me incitó a volcar todo lo que tengo dentro mío hace tiempo.
Sí, algo que me dijo, indirectamente, que tenía que escribir esto. Ese algo se llama "Sumo por Pettinato": el último libro del excéntrico periodista de rock, músico, devenido en conductor de radio y tv ¡Qué libro! Es increíble enterarse de cosas que sucedieron a metros de mi hogar, cuando yo no tenía idea de lo que significaba la vida. Hoy disfruto transitar por las mismas baldosas que tiempo atrás pisó gente cuyo arte resultará eterno.
Decía que esta publicación me embaló y me hizo sentir más orgullosa que nunca del barrio que me dio todo. Todo, incluso el amor de mi vida.
“Fía la chapita porrón en Palomar…” , “Volviendo de Haedo, Rosales y Gûemes mojó…”, etc., etc., etc. Son sólo algunos de los homenajes que músicos vecinos hicieron a esta metrópoli desbordante de música.
Ricardo y Omar Mollo, Walter y Javier Malosetti, Ricardo Pellican, entre otros, forman parte de una exquisita lista de artistas de El Palomar, ante los cuales no hay más que ponerse de pie.
Nuestro Palomar huele a rock. Además de aquellas bandas que alcanzaron el reconocimiento masivo, hay otras excelentes que recorren el oeste –y más- mostrando lo que saben hacer, sin apuro, sin aires de nada. Tan sólo con sus guitarras y bombos a cuestas.
Me infla el pecho saber que mi lugar, el que me vio nacer y el que elegí para el resto de mis días, sea tan rockero. En el aire de Palomar hay música y todos sus habitantes, en mayor ó menor medida, la respiran.
Y todo huele a rock. La estación, los bares, la gloriosa esquina de Nelson Page y Madariaga. Ésta fue espacio de ensayo de los Sumo allá por los '80; hoy es escenario de muestras de arte y fiestas privadas. Su dueño actual, un viejo conocido mío, la compró hace ya algunos años. Todavía no pude confesarle que comprar esa casona sería, tanto para mi como para mi marido -que vivió más de cerca toda esta vorágine musical- un sueño cumplido.
Es una arista muy atractiva, con grandes faroles, interminables ventanales angostos y un frente de ladrillos viejos, que guardan vaya a saber cuántos secretos -que siempre serán eso-. El sótano de la propiedad, ese inmaculado sitio donde Pettinato, Mollo, Daffunchio y Prodan –sí, el benemérito Luca- y sociedad, creaban, se divertían y se peleaban, sigue existiendo casi sin cambios en su estructura.
¡Cuánta historia! Agradezco a su envidiado propietario por haber dado la posibilidad a muchísima gente de conocer ese universo tantas veces imaginado.
Numerosas veces pienso que, en algún momento, tuve que haberme cruzado con alguno de los que hoy venero. Cuando yo no superaba los diez años, ellos ya deambulaban por la zona, sumergidos en su océano sonoro. Pero tal vez algún día hayamos compartido una espera de tren ó colectivo, una compra en el mercadito, ó tal vez pude haberlos observado –¿chusma yo?- en alguna de las dos y únicas galerías del pequeño centro comercial. Se sabe que tanto Mollo como Prodan frecuentaban los locales de música de esos pasajes. Uno de éstos quedó en mi mente; estaba dentro de la galería "Palomar", pero no recuerdo su nombre –si es que lo tenía-. Sí estoy segura de su vidriera pocas veces limpia y de los discos desparramados sobre una tarima de madera. Su vendedora, una mujer de pelo largo y con rulos, estaba parada casi todo el tiempo en la puerta, esperando quizás a ese cliente que en unos días más decidiría husmear un poco de la poca, pero buena música que ofrecía.
No me quiero olvidar de otra –y a mi gusto la mejor- disquería: "Vía 33". Su moderna –para ese entonces- y simpática dueña era Cristina, una morocha corpulenta que sabía mucho de lo que hablaba. Cris –para sus amigos ó más fieles compradores- siempre conseguía lo que su clientela pretendía; discos que aún no habían llegado al país, recitales en vivo inéditos, entrevistas de radio ¡y todo eso sin internet!
En su desbordado negocio adquirí mis primeros cassettes de rock –Aerosmith, Whitesnake y Bon Jovi- y además mandé a armar varios compilados de bandas nacionales, que Cristina solía preparar, a sabiendas del gusto de cada cliente. Aún conservo esos TDK de 90 ¿se acuerdan?
ANECDOTA DE AÑO NUEVO
1° de enero de 1995. Dos de la mañana y todo el barrio festeja un nuevo año. Cohetes que ensordecen; brindis entre vecinos en plena calle; chiquitos que encienden bengalas a escondidas de sus padres; grupos de amigos que ya parten para seguir brindando por algún otro lado. Todo parece normal; pero no lo es.
En la esquina de Cabo Morando y Bianco, a cortas seis cuadras de mi casa, se estaba armando algo que nadie esperaba ó tal vez sí, pero muy interiormente. Ahí mismo viven los padres de Ricardo y Omar Mollo. El mismo lugar donde vivieron ellos durante muchos años. Ricardo, ex Sumo y actual líder de Divididos; Omar, excelente cantante de tango y rock y líder de MAM.
Por casualidad soy testigo. Comienzan a verse instrumentos sobre las veredas y varios hombres enchufando cables ¡Ricardo y Omar nos están regalando un recital! A sus vecinos, a su gente. Es algo muy loco, espontáneo. Si bien existía el rumor al notar mucho movimiento en la casa de los Mollo –cosa que generalmente no ocurre-, nadie imaginaba ser partícipe de un momento único e irrepetible.
Justo en la esquina de enfrente, empiezan a tocar con dos músicos desconocidos por el público presente -un joven baterista y una mujer en el bajo-. Hacen tangos con el mayor de los hermanos en voz; después toma la posta Ricardo y hace una versión de Dame un limón, utilizando un vaso de aluminio como púa. Un viejo conocido y el mejor baterista de la zona, Gustavo González, es invitado al barrial escenario y demuestra en sólo dos temas su talento; Omar lo aplaude primero y pide a los espectadores que hagan lo mismo. “Muy bien pibe, muy bien”, agrega notablemente sorprendido. Podrán imaginarse la alegría de González, que comenzó el año haciendo lo que más le gusta hacer... ¡y encima con los Mollo!
Un concierto casero, íntimo, que solamente quienes tienen presente sus orígenes y se sienten orgullosos de éstos, pueden ofrecerlo.
Me hizo feliz escribir esto, porque sé que muchos comparten mi amor, mi adoración por este sitio, por su esencia. Esa esencia que sólo se explica viviéndola, disfrutándola y extrañándola cuando se está lejos.
Supongo que cada uno tendrá qué contar sobre su lugar de origen; anécdotas, historias, amores y odios. Mi rincón tiene ese no sé qué y será importante rememorarlo cada vez que nuestra mente y corazón lo pidan.
Por eso aplaudo a mis queridos viejos, que de pura eventualidad llegaron hasta este nido de notas musicales y me enseñaron a quererlo y a descubrirlo, principalmente. Acá, de este lado de la vía.
jueves, 15 de enero de 2009
Autobiografía
Miro una entrevista que le hacen a Moria Casán en la tele y me acuerdo de mi ridiculez infantil, de un momento especial de ella. Yo tenía entre seis y siete años -no sé muy bien- y cada domingo nos reuníamos con la familia en la casa de mi abuela materna, donde también iban mis tíos y primos. Eran jornadas de mesas largas, rico asado y mucha charla. Antes que las mujeres tendieran los manteles sobre los tablones, yo subía a ellos y arremetía con mi personaje favorito: Rita Turdero, la pantera de Mataderos. Es que me llamaba mucho la atención esa mujer inmensa, desbordada de colores y brillos. Para la parentela ya era una costumbre mi actuación, que incluía el exclusivo “¡Chiribí chiribí, uh uh!”.
Nací en Palermo, pero mi vida sólo tiene registro de El Palomar, oeste del Gran Buenos Aires.
Soy la menor de cuatro hermanos. Las chicas ya me dieron tres pequeños demonios, adorables y hermosos. El varón, recién casado, dice que todavía es joven –con 36 años- así que mis viejos además de reclamarle un nieto, lo amenazan con que al menos tenga un varón para no perder el apellido.
Tuve un linda infancia. En una época se me dio por participar en programas de televisión y mi mamá me llevaba orgullosa. Fui al de Balá y dejé mi chupete. Fui al de Patsy a dar un regalo para su árbol de navidad. Y al de Berugo, Anteojito y Antifaz, que fue donde mejor la pasé; era todo mucho más divertido y podía husmear en cualquiera de los recovecos sin que nadie me retara. Fue inolvidable para mi traspasar ese enorme papel que tenía dibujado los anteojos más grandes del mundo.
Me hice de muchos amigos en el barrio y los conservo; armábamos campeonatos de voley y quemado en la calle. Fui buena jugando al tenis, no faltaba nunca a la clase. Hasta que un día me empezó a resultar un deporte aburrido, boludo. Así que abandoné. No tardé mucho en darme cuenta que la boluda era yo.
Tuve mis momentos de locura inocente, por ejemplo cuando un día en plena clase de dibujo me aburrí de pintar con óleo una montaña que parecía eterna y seguí por la nariz de mi profesora Nori. Obviamente fue mi último día ahí, pero no me hice mucho problema; mi hermana Mariana se recibió dos años más tarde y fue mi nueva maestra.
Nunca me gustó que me dijeran lo que tenía que hacer.
De la secundaria guardo un buen recuerdo, más de los profesores que de los compañeros. Supongo que tendría que haber sido más pícara. No me gustaba faltar y cuando lo hacía, al otro día no podía evitar sentirme perdida. Las veces que en grupo decidían no entrar al colegio para deambular, yo prefería irme a casa. Elegía tomar unos mates con mi mamá, que no rezongaba por mi hazaña.
A Bariloche no fui. Visité el lugar después y, por suerte, sin un coordinador que decrete: “Ahora sonrían”, “Ahora vengan” o “Ahora báñense”.
Ya en cuarto año tenía idea de lo que quería estudiar. Un amigo de mi papá tenía un programa en una radio católica y empecé a participar los sábados a la mañana. Me apasionaba estar ahí, ser testigo de ese mundillo tan particular.
En la secundaria también nació mi amor por la música. Fui a los primeros recitales con mi hermano; también íbamos juntos a bailar.
Aunque me encanta reunirme con mi familia, también disfruto mucho de mis momentos de soledad. Me gusta sentir que estoy sola y que tengo total libertad sobre mis actos.
La etapa de facultad se me pasó rápido. Fueron tres años a las corridas, pero felices. Cuando empecé estaba trabajando en Ona Saez de Callao y Santa Fe, así que salía corriendo para Once y de ahí a Morón. Después trabajé en Ciudadela y de nuevo a Capital, pero esta vez a Lavalle y Junín. Ya cuando entré a este trabajo estaba preparando la tesis, que por suerte aprobé y me dio el título de periodista.
También conocí el amor. Siempre agradezco haber encontrado a mi novio. Nos habíamos cruzado varias veces, íbamos a colegios rivales. Hasta que un día fui a ver tocar a un amigo y ahí estaba él, listo para subir al escenario. Así empezó todo y sigue. Aunque mi familia lo considera un santo, lo cierto es que nos aguantamos mutuamente. Él es hincha de River –yo le digo que un defecto lo tiene cualquiera- pero coincidimos en otros gustos; disfrutamos de caminar, ir al cine, mirar fútbol, estar al aire libre, ir a recitales -aunque no compartamos muchos estilos de música-. Tenemos proyectos juntos y eso me hace bien. Amor es la palabra que resume estos once años junto a él, es el término que mejor explica el por qué de tantos sueños en común.
Hoy miro hacia atrás y puedo reconocer que extraño mis tardes de ocio, cuando todavía no sabía ni remotamente lo que significaba la vida y sus responsabilidades. Ahora sólo trato de disfrutar el día a día y de atesorar los principios cultivados ¿Que espero de la vida? Creo que nada imposible: lograr dedicarme de lleno a la profesión que elegí y que tanto me gusta. Tener hijos, no perder la felicidad, poder disfrutar del sol cada mañana. Y saber que mi gente está ahí, incondicionalmente.
Nací en Palermo, pero mi vida sólo tiene registro de El Palomar, oeste del Gran Buenos Aires.
Soy la menor de cuatro hermanos. Las chicas ya me dieron tres pequeños demonios, adorables y hermosos. El varón, recién casado, dice que todavía es joven –con 36 años- así que mis viejos además de reclamarle un nieto, lo amenazan con que al menos tenga un varón para no perder el apellido.
Tuve un linda infancia. En una época se me dio por participar en programas de televisión y mi mamá me llevaba orgullosa. Fui al de Balá y dejé mi chupete. Fui al de Patsy a dar un regalo para su árbol de navidad. Y al de Berugo, Anteojito y Antifaz, que fue donde mejor la pasé; era todo mucho más divertido y podía husmear en cualquiera de los recovecos sin que nadie me retara. Fue inolvidable para mi traspasar ese enorme papel que tenía dibujado los anteojos más grandes del mundo.
Me hice de muchos amigos en el barrio y los conservo; armábamos campeonatos de voley y quemado en la calle. Fui buena jugando al tenis, no faltaba nunca a la clase. Hasta que un día me empezó a resultar un deporte aburrido, boludo. Así que abandoné. No tardé mucho en darme cuenta que la boluda era yo.
Tuve mis momentos de locura inocente, por ejemplo cuando un día en plena clase de dibujo me aburrí de pintar con óleo una montaña que parecía eterna y seguí por la nariz de mi profesora Nori. Obviamente fue mi último día ahí, pero no me hice mucho problema; mi hermana Mariana se recibió dos años más tarde y fue mi nueva maestra.
Nunca me gustó que me dijeran lo que tenía que hacer.
De la secundaria guardo un buen recuerdo, más de los profesores que de los compañeros. Supongo que tendría que haber sido más pícara. No me gustaba faltar y cuando lo hacía, al otro día no podía evitar sentirme perdida. Las veces que en grupo decidían no entrar al colegio para deambular, yo prefería irme a casa. Elegía tomar unos mates con mi mamá, que no rezongaba por mi hazaña.
A Bariloche no fui. Visité el lugar después y, por suerte, sin un coordinador que decrete: “Ahora sonrían”, “Ahora vengan” o “Ahora báñense”.
Ya en cuarto año tenía idea de lo que quería estudiar. Un amigo de mi papá tenía un programa en una radio católica y empecé a participar los sábados a la mañana. Me apasionaba estar ahí, ser testigo de ese mundillo tan particular.
En la secundaria también nació mi amor por la música. Fui a los primeros recitales con mi hermano; también íbamos juntos a bailar.
Aunque me encanta reunirme con mi familia, también disfruto mucho de mis momentos de soledad. Me gusta sentir que estoy sola y que tengo total libertad sobre mis actos.
La etapa de facultad se me pasó rápido. Fueron tres años a las corridas, pero felices. Cuando empecé estaba trabajando en Ona Saez de Callao y Santa Fe, así que salía corriendo para Once y de ahí a Morón. Después trabajé en Ciudadela y de nuevo a Capital, pero esta vez a Lavalle y Junín. Ya cuando entré a este trabajo estaba preparando la tesis, que por suerte aprobé y me dio el título de periodista.
También conocí el amor. Siempre agradezco haber encontrado a mi novio. Nos habíamos cruzado varias veces, íbamos a colegios rivales. Hasta que un día fui a ver tocar a un amigo y ahí estaba él, listo para subir al escenario. Así empezó todo y sigue. Aunque mi familia lo considera un santo, lo cierto es que nos aguantamos mutuamente. Él es hincha de River –yo le digo que un defecto lo tiene cualquiera- pero coincidimos en otros gustos; disfrutamos de caminar, ir al cine, mirar fútbol, estar al aire libre, ir a recitales -aunque no compartamos muchos estilos de música-. Tenemos proyectos juntos y eso me hace bien. Amor es la palabra que resume estos once años junto a él, es el término que mejor explica el por qué de tantos sueños en común.
Hoy miro hacia atrás y puedo reconocer que extraño mis tardes de ocio, cuando todavía no sabía ni remotamente lo que significaba la vida y sus responsabilidades. Ahora sólo trato de disfrutar el día a día y de atesorar los principios cultivados ¿Que espero de la vida? Creo que nada imposible: lograr dedicarme de lleno a la profesión que elegí y que tanto me gusta. Tener hijos, no perder la felicidad, poder disfrutar del sol cada mañana. Y saber que mi gente está ahí, incondicionalmente.
viernes, 31 de octubre de 2008
Acero inoxidable
Supongo que mucha gente pasa, en algún punto de su vida, por ese momento en el que apoderarse de algo perteneciente a un ser querido hace que uno lo sienta cerca, lo recuerde y, en algunos casos, se esperance creyendo que esa cosa va a reemplazar a su dueño. Eso es lo que me pasa con el dedal que fue, es y será de mi abuela Agatha.
Yo tenía once años cuando ella murió. Una semana antes a la hora de la siesta se descompuso y la internaron. Recuerdo que esa tarde la ambulancia vino enseguida y que mi mamá me dejó con mis hermanos mayores mientras me repetía que no los hiciera renegar. Y allí quedó el dedal, en la silla petisa de mimbre sobre una remera descocida de mi hermano. Un chirimbolo pequeño, presumo de acero inoxidable, con su borde un tanto abollado, antiquísimo. Su punta era redondeada; según lo que decía mi nona era para proteger el dedo al coser. Sin pensarlo lo agarré fuerte y decidí quedármelo, guardarlo secretamente hasta que ella volviera del sanatorio y así poder entregárselo en mano. Pero ese instante nunca llegó.
El dedal fue testigo de innumerables charlas entre Agatha y yo. Ella siempre lo tenía encima. Su mayor distracción era coser a mano y cuando no lo hacía igual tenía su instrumento de trabajo puesto en su dedo mayor -como costumbre- ó guardado en alguno de los tantos bolsillos de su bata. Muchas veces yo se lo escondía, hasta que en los últimos ocultamientos ella venía directamente hacia mí, observándome fijo, con la mano extendida. Eso quería decir que, sin chistar, debía devolvérselo de inmediato. Me lo prestaba poco, generalmente cuando estábamos juntas, quizás porque quería asegurarse de volver a tenerlo entre sus manos. Por mi parte, sólo quería jugar un rato con él. Hacerlo pasar por cada uno de mis dedos con el principal objetivo de apretujarlo en mi pulgar. Había días en que me gustaba el objeto, me parecía lindo; otros lo veía como una diminuta chatarra. Creo que esa visión cambiante tenía que ver con que si yo estaba ó no enojada con la nona.
Aunque nunca lo confesó –ó no se lo pregunté- siento que ese utensilio también tuvo una historia para ella; tal vez el dedal lleve oculto un pasado atractivo de contar. Cuando estábamos los tres juntos no había tiempo para leyendas ni anécdotas sobre cómo él había llegado hasta allí. Yo sólo me limitaba a insistir por tenerlo, ella por sacármelo.
Es lo único que me quedó de mi abuela Agatha y porque yo lo decidí. Jamás alguien me preguntó si quería guardame algo de ella. Seguramente pensaron que a mi corta edad no tendría esa intención. No era verdad. Pero lo que yo quería, ya lo tenía.
Hoy soy poseedora de un dedal legendario, que guardo celosamente en un pequeño alhajero. Ya no me desespero ni insisto por él, porque lo tengo conmigo. Cuando la extraño, lo miro, lo huelo, porque todavía tiene su olor. No coso, pero él está cerca mío, acompañándome y esperando por otra nueva historia.
Yo tenía once años cuando ella murió. Una semana antes a la hora de la siesta se descompuso y la internaron. Recuerdo que esa tarde la ambulancia vino enseguida y que mi mamá me dejó con mis hermanos mayores mientras me repetía que no los hiciera renegar. Y allí quedó el dedal, en la silla petisa de mimbre sobre una remera descocida de mi hermano. Un chirimbolo pequeño, presumo de acero inoxidable, con su borde un tanto abollado, antiquísimo. Su punta era redondeada; según lo que decía mi nona era para proteger el dedo al coser. Sin pensarlo lo agarré fuerte y decidí quedármelo, guardarlo secretamente hasta que ella volviera del sanatorio y así poder entregárselo en mano. Pero ese instante nunca llegó.
El dedal fue testigo de innumerables charlas entre Agatha y yo. Ella siempre lo tenía encima. Su mayor distracción era coser a mano y cuando no lo hacía igual tenía su instrumento de trabajo puesto en su dedo mayor -como costumbre- ó guardado en alguno de los tantos bolsillos de su bata. Muchas veces yo se lo escondía, hasta que en los últimos ocultamientos ella venía directamente hacia mí, observándome fijo, con la mano extendida. Eso quería decir que, sin chistar, debía devolvérselo de inmediato. Me lo prestaba poco, generalmente cuando estábamos juntas, quizás porque quería asegurarse de volver a tenerlo entre sus manos. Por mi parte, sólo quería jugar un rato con él. Hacerlo pasar por cada uno de mis dedos con el principal objetivo de apretujarlo en mi pulgar. Había días en que me gustaba el objeto, me parecía lindo; otros lo veía como una diminuta chatarra. Creo que esa visión cambiante tenía que ver con que si yo estaba ó no enojada con la nona.
Aunque nunca lo confesó –ó no se lo pregunté- siento que ese utensilio también tuvo una historia para ella; tal vez el dedal lleve oculto un pasado atractivo de contar. Cuando estábamos los tres juntos no había tiempo para leyendas ni anécdotas sobre cómo él había llegado hasta allí. Yo sólo me limitaba a insistir por tenerlo, ella por sacármelo.
Es lo único que me quedó de mi abuela Agatha y porque yo lo decidí. Jamás alguien me preguntó si quería guardame algo de ella. Seguramente pensaron que a mi corta edad no tendría esa intención. No era verdad. Pero lo que yo quería, ya lo tenía.
Hoy soy poseedora de un dedal legendario, que guardo celosamente en un pequeño alhajero. Ya no me desespero ni insisto por él, porque lo tengo conmigo. Cuando la extraño, lo miro, lo huelo, porque todavía tiene su olor. No coso, pero él está cerca mío, acompañándome y esperando por otra nueva historia.
Coquito
En enero de 2001 decidimos con Fernando, mi novio, ir de vacaciones a El Bolsón. Sus tíos Néstor y Graciela siempre nos invitaban pero, por una cosa u otra, nunca íbamos. Viajamos el 16 de ese mes y después de dos ociosas jornadas en Bariloche, partimos hacia el destino elegido. Fer había visitado el lugar cuando tenía tres años. Yo no lo conocía y quedé encantada con la vegetación, la paz y la sencillez del pueblo.
Néstor trabajó como guardaparque en San Martín de los Andes durante quince años, en los que contagió el amor por el ecosistema y la vida al aire libre al resto de su familia. Su esposa Graciela es una mujer sensible, simpática y también amante de la naturaleza. En una de las charlas que tuvimos durante nuestro hospedaje me confió que El Bolsón era su lugar en el mundo, que jamás se mudaría y que no necesitaba nada más para vivir feliz. Sus hijos, Ayelén y Sebastián, estaban de vacaciones en Perú así que para la travesía patagónica éramos cuatro, más un perro labrador y un gato siamés que -para desgracia de mi gatofobia - llevaban a todos lados cual cédula de identidad. Todas las mañanas nos levantábamos temprano y sabíamos que, gracias al espíritu nómade y aventurero de los dueños de casa, aprovecharíamos el día al máximo. Pero una tarde, cansados por tanto ajetreo, decidimos quedarnos en el pueblo. Fuimos a tomar un helado a Jauja; una heladería emblemática de la zona que atrae con gustos raros y riquísimos a miles de turistas cada temporada. Después del refresco los parientes nos ofrecieron pasear por la reconocida Feria Regional en la plaza central y allí fue donde conocimos personalmente a Coquito, el famoso duende de El Bolsón. Y digo personalmente porque ya habíamos oído hablar mucho de él, de su aspecto gnomo/hombre y de su permanencia añeja en la ciudad. Era uno de las personajes más buscados por los viajeros, que recorrían varias veces la muestra hasta conseguir hablar con él ó retratarlo. Coquito acompañaba su abrigada vestimenta con una especie de gorro frigio artesanal y un fuerte bastón de madera con tres caras de duendes prolijamente talladas; según sus propias palabras éste último fue un regalo de los primeros feriantes de la villa. Pero lo que más llamaba la atención eran sus rasgos pequeños y su bajísima estatura. Como a cualquier ser extraño se lo cuestionaba, creándose conjeturas sobre él y su pasado. Muchos aseguraban que era uno de los primeros hippies de la zona y que El Bolsón fue un terreno perfecto para él y su venta de drogas desconocidas, hasta ese momento, por los bolsonenses. Otros interpretaban que se trataba de un vividor y cuentero, que engañaba a los visitantes con historias que nada tenían de ciertas y que sólo relataba a cambio de algunas monedas. Para los tíos resultaba un vecino más; le comentaron que éramos sus familiares, que veníamos de lejos y que queríamos sacarnos una foto con él, a lo que accedió de inmediato con una diminuta sonrisa.
La imagen que logró Néstor fue en pleno recorrido de la feria: Fer, Graciela, Coquito en el centro y yo. Me acuerdo que era una tarde con nubes pero agradable; el lugar olía a sahumerio en algunos sectores, a miel en otros y a porro en gran parte. Luego compramos artesanías típicas para la familia, que nos esperaba tres días más tarde en Buenos Aires, ansiosa por las anécdotas del sur y por la foto de Coquito, que prometimos obtener. Un dulce recuerdo, que guardo con más sentimentalismo desde que Ayelén me contó que Coquito desapareció hace unos años, no se sabe cómo ni la fecha exacta; sólo encontraron su elemento de apoyo tirado cerca de la cumbre del Piltriquitron.
Néstor trabajó como guardaparque en San Martín de los Andes durante quince años, en los que contagió el amor por el ecosistema y la vida al aire libre al resto de su familia. Su esposa Graciela es una mujer sensible, simpática y también amante de la naturaleza. En una de las charlas que tuvimos durante nuestro hospedaje me confió que El Bolsón era su lugar en el mundo, que jamás se mudaría y que no necesitaba nada más para vivir feliz. Sus hijos, Ayelén y Sebastián, estaban de vacaciones en Perú así que para la travesía patagónica éramos cuatro, más un perro labrador y un gato siamés que -para desgracia de mi gatofobia - llevaban a todos lados cual cédula de identidad. Todas las mañanas nos levantábamos temprano y sabíamos que, gracias al espíritu nómade y aventurero de los dueños de casa, aprovecharíamos el día al máximo. Pero una tarde, cansados por tanto ajetreo, decidimos quedarnos en el pueblo. Fuimos a tomar un helado a Jauja; una heladería emblemática de la zona que atrae con gustos raros y riquísimos a miles de turistas cada temporada. Después del refresco los parientes nos ofrecieron pasear por la reconocida Feria Regional en la plaza central y allí fue donde conocimos personalmente a Coquito, el famoso duende de El Bolsón. Y digo personalmente porque ya habíamos oído hablar mucho de él, de su aspecto gnomo/hombre y de su permanencia añeja en la ciudad. Era uno de las personajes más buscados por los viajeros, que recorrían varias veces la muestra hasta conseguir hablar con él ó retratarlo. Coquito acompañaba su abrigada vestimenta con una especie de gorro frigio artesanal y un fuerte bastón de madera con tres caras de duendes prolijamente talladas; según sus propias palabras éste último fue un regalo de los primeros feriantes de la villa. Pero lo que más llamaba la atención eran sus rasgos pequeños y su bajísima estatura. Como a cualquier ser extraño se lo cuestionaba, creándose conjeturas sobre él y su pasado. Muchos aseguraban que era uno de los primeros hippies de la zona y que El Bolsón fue un terreno perfecto para él y su venta de drogas desconocidas, hasta ese momento, por los bolsonenses. Otros interpretaban que se trataba de un vividor y cuentero, que engañaba a los visitantes con historias que nada tenían de ciertas y que sólo relataba a cambio de algunas monedas. Para los tíos resultaba un vecino más; le comentaron que éramos sus familiares, que veníamos de lejos y que queríamos sacarnos una foto con él, a lo que accedió de inmediato con una diminuta sonrisa.
La imagen que logró Néstor fue en pleno recorrido de la feria: Fer, Graciela, Coquito en el centro y yo. Me acuerdo que era una tarde con nubes pero agradable; el lugar olía a sahumerio en algunos sectores, a miel en otros y a porro en gran parte. Luego compramos artesanías típicas para la familia, que nos esperaba tres días más tarde en Buenos Aires, ansiosa por las anécdotas del sur y por la foto de Coquito, que prometimos obtener. Un dulce recuerdo, que guardo con más sentimentalismo desde que Ayelén me contó que Coquito desapareció hace unos años, no se sabe cómo ni la fecha exacta; sólo encontraron su elemento de apoyo tirado cerca de la cumbre del Piltriquitron.
Pasión de multitudes
Mediodía de un domingo no tan frío para mi suerte. Camino mientras pienso que mucha gente quisiera presenciar al menos un clásico Boca-River. Fue reconocido a nivel mundial como uno de los 50 espectáculos que no pueden dejar de verse. Todos hablan de lo que significa, del antes y del después. El Superclásico es único y es nuestro.
Boca-River, y no digo River-Boca porque, a entender de mi corazón xeneize, en La Ribera es donde mejor se vive el partido entre los dos clubes más importantes del país. Es una exhibición digna de ser vivida, al igual que el ambiente previo en la esquina más pintoresca de todas: Del Valle Iberlucea y Brandsen, enfrente a la imponente Bombonera. Es un lugar puntual, estratégico, utilizado como escenario de encuentro; espera; discusión; enfrentamientos y festejos, entre otras cosas.
En uno de sus ángulos hay un kiosco, un lugar chico, que es generalmente atendido desde su ventana central; el resto es vidrio tapado por afiches de gaseosas, pósters boquenses y folletos barriales. Armando, un cincuentón hincha de Boca, compra un paquete de Marlboro Box, chicles Beldent y muestra a la cámara de TyC Sports la camiseta de Riquelme que tiene puesta: "Nos dio mucho más que Maradona", sentencia, en honor a los recuerdos. La dueña del comercio, rubia y con unos kilos de más si se los compara con su estatura, se acerca hasta la puerta del local pero no se anima a plantarse frente a los medios: "La gente quiere escuchar a los fanáticos, yo soy simpatizante". No hay caso. Muy amable ella, pero al cronista le resulta imposible convencerla.
La otra arista es una parte de la cancha. Si uno se detiene en diagonal a ésta, puede observar las vallas de contención que la rodean y por detrás la gente en hilera para ingresar a la tribuna número 6. Esta plataforma es llamada “careta” por algunos concurrentes de la rebelde tribuna 12, porque es la popular más serena, visitada por hinchas más relajados. Faltan más de dos horas para el comienzo del clásico y ya se entremezclan los cánticos entre hinchadas. Este sector también permite el ingreso de simpatizantes de River, que se alistan excitados, sin respetar la irregular fila que habían formado e ingresan en grupos de 20 personas, ante la atenta mirada de los policías de turno. En la parte superior de esta esquina se hicieron hace poco tiempo dos enormes murales con obras de Pérez Celis, que unen el sector de las populares con los palcos.
Y entretanto el Cuerpo de Policía Montada hace galopar los caballos por la cuadra. Los fibrosos animales se adueñan de la vereda; la gente de la cuadra se mete en sus casas: "¡Ay, qué brutos...!", se queja una mujer, hasta que en la casa de al lado, en Iberlucea 864, una adolescente de anteojos y pelo rojizo, arriesga una definición inesperada: "Vamos, vamos, vamos River Plate, vamos...", corea, junto con los muchachos que están a pasos del acceso para visitantes. Su madre, su padre y sus hermanitos quieren callarla, le dicen: "Lala, estás loca, metéte adentro", y la arrastran hacia un patio interno del conventillo desbordado, al igual que la mayoría, de colores intensos y débiles balcones. Algunos vecinos no entienden esa brusca rebelión, otros parecen deducirla. Quizás se trate de una reprimida hincha de River que tiene la desgracia de hallarse a veinte metros de la casa del eterno rival, y esa sea la única forma de desahogarse.
Ese encuentro de calles también es un lugar escogido por los periodistas de televisión. Según ellos es el mejor sector para divisar cualquier detalle relacionado con el encuentro, porque tiene una vista directa hacia la tribuna 12; pueden visualizar muy bien la entrada principal del estadio; la de los palcos, y la de los contrarios.
Una familia camina apurada en dirección a los plateas y se detiene ante la cámara de Crónica TV: "Se nos hizo tarde porque a los chicos les cuesta arrancar los domingos, pero para los clásicos no faltamos nunca", dice el jefe de la familia. Y el hijo menor lo torea: "Hoy me parece que el que tardó fuiste vos, que no te decidías con qué auto venir". En paralelo a las charlas futboleras, turistas de todos los continentes disfrutan de espectáculos de tango de la zona y recorren los distintos puestos de venta vestidos de azul y oro. Sobre la calle Brandsen, frente al estadio, hay un negocio de esas características y Jorge Godoy, su dueño, ofrece todo para el fanático; ceniceros, llaveros, camisetas, agendas. Un auténtico polirrubro del Todo por 2 pesitos. Con los brazos abiertos, saluda e invita a pasar a los viajeros. De pronto, se dirige a un vecino: "Chau, gallina. Te conviene dar la vuelta manzana. Porque la otra vuelta la damos nosotros". Se lo ve feliz, aunque aclara que no vendió mucho, pero que presenciar un nuevo clásico es algo que agradece a Dios.
Sobre el tercer ángulo hay un bar, esos típicos de barrio porteño, de aspecto turbio, con gente -en general hombres- jugando a las cartas y siguiendo las carreras del hipódromo por televisión. Gente mayor, ilustres de la zona, dueños de innumerables anécdotas del xeneize, que ahora eligen ver el partido desde allí, disfrutando los gritos, los silbidos, el aliento y cualquier otro eco que llegue desde la Bombonera.
La cuarta esquina es distinta a todas. Es una casa, con las paredes pintadas de verde esperanza. Con una pequeña ventana blanca, oxidada, ubicada justo en el rincón. La miro e intento imaginar la vista que tiene el dueño de la propiedad desde allí. Un espectacular paisaje, formado por alguna de las pinturas de Quinquela, las estrellas del club con sus más trascendentales jugadores a uno de los costados y quizás alguna parte de los murales. Faltan 30 minutos para que comience el juego y, por los comentarios que llegan a mis oídos, ya están las dos tribunas casi llenas, a punto de declarase la guerra. Del lado de Aristóbulo del Valle, los hinchas de Boca; del lado de Brandsen, los de River. Agresividad de frases que sin embargo, como en un juego de precisas reglas caballerescas, no se superponen. Cada grupo espera a que el adversario termine la suya antes de entonar la propia. Mientras, la calle registra un desfile entrelazado de grupos que corren de un lado para otro, rogando llegar a tiempo para vivir el verdadero clásico argento. Yo también me voy aproximando, quedé con mi vecina Norma y mis primos Ariel y Ana que los vería en la tribuna 6, cerca de los baños. Siento ansiedad, alegría y mi corazón late fuerte, porque una vez más me propongo ser testigo de esta experiencia única. Y lo logro. Paso las vallas, cruzo las aparatos de control, subo los primeros escalones. Ya se viene, lo percibo. Hay olor a Superclásico, acá, en la República de La Boca.
Boca-River, y no digo River-Boca porque, a entender de mi corazón xeneize, en La Ribera es donde mejor se vive el partido entre los dos clubes más importantes del país. Es una exhibición digna de ser vivida, al igual que el ambiente previo en la esquina más pintoresca de todas: Del Valle Iberlucea y Brandsen, enfrente a la imponente Bombonera. Es un lugar puntual, estratégico, utilizado como escenario de encuentro; espera; discusión; enfrentamientos y festejos, entre otras cosas.
En uno de sus ángulos hay un kiosco, un lugar chico, que es generalmente atendido desde su ventana central; el resto es vidrio tapado por afiches de gaseosas, pósters boquenses y folletos barriales. Armando, un cincuentón hincha de Boca, compra un paquete de Marlboro Box, chicles Beldent y muestra a la cámara de TyC Sports la camiseta de Riquelme que tiene puesta: "Nos dio mucho más que Maradona", sentencia, en honor a los recuerdos. La dueña del comercio, rubia y con unos kilos de más si se los compara con su estatura, se acerca hasta la puerta del local pero no se anima a plantarse frente a los medios: "La gente quiere escuchar a los fanáticos, yo soy simpatizante". No hay caso. Muy amable ella, pero al cronista le resulta imposible convencerla.
La otra arista es una parte de la cancha. Si uno se detiene en diagonal a ésta, puede observar las vallas de contención que la rodean y por detrás la gente en hilera para ingresar a la tribuna número 6. Esta plataforma es llamada “careta” por algunos concurrentes de la rebelde tribuna 12, porque es la popular más serena, visitada por hinchas más relajados. Faltan más de dos horas para el comienzo del clásico y ya se entremezclan los cánticos entre hinchadas. Este sector también permite el ingreso de simpatizantes de River, que se alistan excitados, sin respetar la irregular fila que habían formado e ingresan en grupos de 20 personas, ante la atenta mirada de los policías de turno. En la parte superior de esta esquina se hicieron hace poco tiempo dos enormes murales con obras de Pérez Celis, que unen el sector de las populares con los palcos.
Y entretanto el Cuerpo de Policía Montada hace galopar los caballos por la cuadra. Los fibrosos animales se adueñan de la vereda; la gente de la cuadra se mete en sus casas: "¡Ay, qué brutos...!", se queja una mujer, hasta que en la casa de al lado, en Iberlucea 864, una adolescente de anteojos y pelo rojizo, arriesga una definición inesperada: "Vamos, vamos, vamos River Plate, vamos...", corea, junto con los muchachos que están a pasos del acceso para visitantes. Su madre, su padre y sus hermanitos quieren callarla, le dicen: "Lala, estás loca, metéte adentro", y la arrastran hacia un patio interno del conventillo desbordado, al igual que la mayoría, de colores intensos y débiles balcones. Algunos vecinos no entienden esa brusca rebelión, otros parecen deducirla. Quizás se trate de una reprimida hincha de River que tiene la desgracia de hallarse a veinte metros de la casa del eterno rival, y esa sea la única forma de desahogarse.
Ese encuentro de calles también es un lugar escogido por los periodistas de televisión. Según ellos es el mejor sector para divisar cualquier detalle relacionado con el encuentro, porque tiene una vista directa hacia la tribuna 12; pueden visualizar muy bien la entrada principal del estadio; la de los palcos, y la de los contrarios.
Una familia camina apurada en dirección a los plateas y se detiene ante la cámara de Crónica TV: "Se nos hizo tarde porque a los chicos les cuesta arrancar los domingos, pero para los clásicos no faltamos nunca", dice el jefe de la familia. Y el hijo menor lo torea: "Hoy me parece que el que tardó fuiste vos, que no te decidías con qué auto venir". En paralelo a las charlas futboleras, turistas de todos los continentes disfrutan de espectáculos de tango de la zona y recorren los distintos puestos de venta vestidos de azul y oro. Sobre la calle Brandsen, frente al estadio, hay un negocio de esas características y Jorge Godoy, su dueño, ofrece todo para el fanático; ceniceros, llaveros, camisetas, agendas. Un auténtico polirrubro del Todo por 2 pesitos. Con los brazos abiertos, saluda e invita a pasar a los viajeros. De pronto, se dirige a un vecino: "Chau, gallina. Te conviene dar la vuelta manzana. Porque la otra vuelta la damos nosotros". Se lo ve feliz, aunque aclara que no vendió mucho, pero que presenciar un nuevo clásico es algo que agradece a Dios.
Sobre el tercer ángulo hay un bar, esos típicos de barrio porteño, de aspecto turbio, con gente -en general hombres- jugando a las cartas y siguiendo las carreras del hipódromo por televisión. Gente mayor, ilustres de la zona, dueños de innumerables anécdotas del xeneize, que ahora eligen ver el partido desde allí, disfrutando los gritos, los silbidos, el aliento y cualquier otro eco que llegue desde la Bombonera.
La cuarta esquina es distinta a todas. Es una casa, con las paredes pintadas de verde esperanza. Con una pequeña ventana blanca, oxidada, ubicada justo en el rincón. La miro e intento imaginar la vista que tiene el dueño de la propiedad desde allí. Un espectacular paisaje, formado por alguna de las pinturas de Quinquela, las estrellas del club con sus más trascendentales jugadores a uno de los costados y quizás alguna parte de los murales. Faltan 30 minutos para que comience el juego y, por los comentarios que llegan a mis oídos, ya están las dos tribunas casi llenas, a punto de declarase la guerra. Del lado de Aristóbulo del Valle, los hinchas de Boca; del lado de Brandsen, los de River. Agresividad de frases que sin embargo, como en un juego de precisas reglas caballerescas, no se superponen. Cada grupo espera a que el adversario termine la suya antes de entonar la propia. Mientras, la calle registra un desfile entrelazado de grupos que corren de un lado para otro, rogando llegar a tiempo para vivir el verdadero clásico argento. Yo también me voy aproximando, quedé con mi vecina Norma y mis primos Ariel y Ana que los vería en la tribuna 6, cerca de los baños. Siento ansiedad, alegría y mi corazón late fuerte, porque una vez más me propongo ser testigo de esta experiencia única. Y lo logro. Paso las vallas, cruzo las aparatos de control, subo los primeros escalones. Ya se viene, lo percibo. Hay olor a Superclásico, acá, en la República de La Boca.
Volviendo los monos
Los ex integrantes de la mítica banda nacional Sumo sorprendieron en la primera noche del festival Quilmes Rock 2007. Fue una reunión espontánea a poco de cumplirse veinte años de la muerte de su líder, Luca Prodan.
Ricardo Mollo y Diego Arnedo (Divididos), Roberto Pettinato, Alberto Superman Troglio (Buda), Germán Daffunchio y Alejandro Sokol (Las Pelotas) volvieron a tocar juntos en un mismo escenario, cumpliendo el sueño de muchos fanáticos que presenciaban el show en River Plate.
Para el cierre de la primera jornada estaba pronosticada la presencia de Divididos, y así fue. Pasadas las 22 se apagaron las luces de la cancha en medio de gritos, silbidos y cantos de bienvenida, incluyendo el Dividi, dividi, vamo’ dividi.... Mucha emoción y expectativa: el grupo de rock más reconocido estaba en escena. La gente enloqueció con los primeros acordes de “Sucio y desprolijo”, un claro homenaje al fallecido Norberto Papo Napolitano. La aplanadora del rock maravilló con un resumen exquisito, intercalando viejos temas con nuevas delicias. Un Mollo divertido y aniñado, vestido con un chaleco inflable rojo, jeans gastados y zapatillas, dijo un par de veces: ¡Qué linda noche!, mientras miraba fijamente el cielo. Eso podía parecer sólo un comentario de la figura más importante de la velada. Pero esta misma frase había sido expresada tan sólo dos horas antes por su ex compañero, Germán Daffunchio. Muchos presentes parecían notar ese detalle, otros casi no lo percibieron. Pero todos estaban atentos y respondieron con euforia cuando Mollo, Arnedo y Ciavarella amagaron con el comienzo de Next Week, un lujo de Llegando los monos, segundo disco de Sumo .
Lo cierto es que un momento después todo tuvo su explicación: por primera vez, a dos décadas de la muerte del excéntrico e irreemplazable Luca, el resto de la banda estaba de regreso, fusionado en un mismo recital. La primera imagen de este encuentro fue la de Pettinato vestido con su famoso mameluco naranja; y eso ya comenzó a entusiasmar a la multitud. La entrada del baterista Troglio, con una musculosa que hacía honor a su apodo y una pollera a cuadros, hizo latir fuerte el corazón del público. Finalmente, el ingreso de Sokol y Daffunchio al escenario terminó por trastornar a la gente, que se fundió en una especie de Tsunami musical y festivo. Miradas de sorpresa sin entender lo que ocurría, gritos y llantos de seguidores, muchos de ellos con la remera de Sumo sobre la piel.
La fiesta arrancó con el himno “Crua-Chan” y siguió con una poderosa versión de “Divididos por la felicidad”, donde Mollo y Sokol compartieron voces. El corto pero excelente repertorio se completó con el tema ”Disco baby disco” para el que se sumó Gillespie en trompeta, otro viejo amigo de ruta. Esta canción del primer disco concluyó con una impecable lección de acid jazz, como solían ofrecer en sus conciertos.
Nadie podía creer lo que estaba viviendo. Después de muchos años y sin aviso previo los ex Sumo dieron una vuelta de página, olvidaron diferencias (quizás sólo por ese día) y se juntaron para divertirse y alegrar a sus admiradores. Se los veía radiantes, como nenes en una plaza. Y las 50mil almas estaban impactadas y felicísimas de ver a buena parte del grupo más influyente en la historia del rock argentino, respetado por lo breve y brillante de su obra.
Pero la despedida llegó, duró un buen rato e incluyó el conocido ¡Divididos, las pelotas!, exclamado más fuerte que nunca por quienes no querían decirles adiós. Los mismos que ahora miraban el cielo agradeciendo el milagro.
La previa de esta cita difícil de olvidar tuvo la participación de importantes artistas. El primero en aparecer fue el estadounidense Bad Religion, que mostró la fuerza de su hardcore. Le siguió Attaque 77, presentando material de su última producción Karmagedon. El tercer puesto en la grilla fue para Las Pelotas, que lució temas del reciente Basta. Y, luego de un dilatado recreo, Catupecu Machu apareció en escena con Zeta Bosio como artista invitado, desplegando un sonido que poco tuvo que ver con los anteriores. El cantante Fernando Ruiz Diaz recordó a su hermano Gabriel, bajista de la banda, internado desde marzo de 2006 a raíz de un accidente automovilístico que le dejó graves lesiones cerebrales.
Ricardo Mollo y Diego Arnedo (Divididos), Roberto Pettinato, Alberto Superman Troglio (Buda), Germán Daffunchio y Alejandro Sokol (Las Pelotas) volvieron a tocar juntos en un mismo escenario, cumpliendo el sueño de muchos fanáticos que presenciaban el show en River Plate.
Para el cierre de la primera jornada estaba pronosticada la presencia de Divididos, y así fue. Pasadas las 22 se apagaron las luces de la cancha en medio de gritos, silbidos y cantos de bienvenida, incluyendo el Dividi, dividi, vamo’ dividi.... Mucha emoción y expectativa: el grupo de rock más reconocido estaba en escena. La gente enloqueció con los primeros acordes de “Sucio y desprolijo”, un claro homenaje al fallecido Norberto Papo Napolitano. La aplanadora del rock maravilló con un resumen exquisito, intercalando viejos temas con nuevas delicias. Un Mollo divertido y aniñado, vestido con un chaleco inflable rojo, jeans gastados y zapatillas, dijo un par de veces: ¡Qué linda noche!, mientras miraba fijamente el cielo. Eso podía parecer sólo un comentario de la figura más importante de la velada. Pero esta misma frase había sido expresada tan sólo dos horas antes por su ex compañero, Germán Daffunchio. Muchos presentes parecían notar ese detalle, otros casi no lo percibieron. Pero todos estaban atentos y respondieron con euforia cuando Mollo, Arnedo y Ciavarella amagaron con el comienzo de Next Week, un lujo de Llegando los monos, segundo disco de Sumo .
Lo cierto es que un momento después todo tuvo su explicación: por primera vez, a dos décadas de la muerte del excéntrico e irreemplazable Luca, el resto de la banda estaba de regreso, fusionado en un mismo recital. La primera imagen de este encuentro fue la de Pettinato vestido con su famoso mameluco naranja; y eso ya comenzó a entusiasmar a la multitud. La entrada del baterista Troglio, con una musculosa que hacía honor a su apodo y una pollera a cuadros, hizo latir fuerte el corazón del público. Finalmente, el ingreso de Sokol y Daffunchio al escenario terminó por trastornar a la gente, que se fundió en una especie de Tsunami musical y festivo. Miradas de sorpresa sin entender lo que ocurría, gritos y llantos de seguidores, muchos de ellos con la remera de Sumo sobre la piel.
La fiesta arrancó con el himno “Crua-Chan” y siguió con una poderosa versión de “Divididos por la felicidad”, donde Mollo y Sokol compartieron voces. El corto pero excelente repertorio se completó con el tema ”Disco baby disco” para el que se sumó Gillespie en trompeta, otro viejo amigo de ruta. Esta canción del primer disco concluyó con una impecable lección de acid jazz, como solían ofrecer en sus conciertos.
Nadie podía creer lo que estaba viviendo. Después de muchos años y sin aviso previo los ex Sumo dieron una vuelta de página, olvidaron diferencias (quizás sólo por ese día) y se juntaron para divertirse y alegrar a sus admiradores. Se los veía radiantes, como nenes en una plaza. Y las 50mil almas estaban impactadas y felicísimas de ver a buena parte del grupo más influyente en la historia del rock argentino, respetado por lo breve y brillante de su obra.
Pero la despedida llegó, duró un buen rato e incluyó el conocido ¡Divididos, las pelotas!, exclamado más fuerte que nunca por quienes no querían decirles adiós. Los mismos que ahora miraban el cielo agradeciendo el milagro.
La previa de esta cita difícil de olvidar tuvo la participación de importantes artistas. El primero en aparecer fue el estadounidense Bad Religion, que mostró la fuerza de su hardcore. Le siguió Attaque 77, presentando material de su última producción Karmagedon. El tercer puesto en la grilla fue para Las Pelotas, que lució temas del reciente Basta. Y, luego de un dilatado recreo, Catupecu Machu apareció en escena con Zeta Bosio como artista invitado, desplegando un sonido que poco tuvo que ver con los anteriores. El cantante Fernando Ruiz Diaz recordó a su hermano Gabriel, bajista de la banda, internado desde marzo de 2006 a raíz de un accidente automovilístico que le dejó graves lesiones cerebrales.
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